—Despierta, tu padre viene a buscarte. —Dijo mamá, y se me encogió el corazón.
Me acerqué a la ventana de mi cuarto y vi cómo el mar salado, el mismo mar que antes apenas lamía la costa de arena, empezaba a agitarse. También vi la caravana de vehículos escapando por la calle principal rumbo a las montañas. Hacía varias semanas que esperaba su llegada, pero no importa cuánto tiempo espero, nunca me siento preparado, y ver cómo el pueblo se va deshabitando siempre me entristece.
Me quedé un tiempo mirando la corriente, dedos de mar ingresando por calles vacías, antes de empezar a hacer mis valijas. Escuchaba a mi madre y a mi hermana ir y venir dentro de la casa. Buscaban cualquier cosa que podría arruinarse por el agua y la metían dentro del auto. Yo no tenía nada así. Me quedé junto a la ventana mientras el mar le fue ganando terreno a la playa hasta vencerla. Los botes pesqueros se mecían y bailaban en las aguas turbulentas, amarrados a un muelle que ya había desaparecido.
Era muy temprano por la mañana y mi padre no llegaría hasta la tarde.
Vi a mi vecino abandonar su casa cargado de libros y salí a saludarlo. Siempre era uno de los últimos en abandonar la ciudad. El agua ya le llegaba hasta las rodillas y sostenía una pila de cinco libros sobre su cabeza.
—¡Solaris! —Me gritó desde el otro lado de la calle mientras intentaba abrir la puerta de su camioneta. —Es un planeta como un mar. Si uno se acerca lo suficiente, el océano se mueve y dibuja en el espacio lo que uno tiene en la cabeza, como un espejo.
Siempre está hablando de libros.
Cuando finalmente pudo guardar sus libros, cerró la puerta de su camioneta y cruzó la calle en mi dirección, calculando sus pasos para no tropezar con los hoyos en el pavimento ahora escondidos bajo las aguas frías y oscuras.
—Creo que ya tienes edad suficiente para entenderlo. —Me dijo sosteniendo un libro a la altura de mi nariz. “Lem” leí en su cubierta. No me gusta leer, pero algún día quiero ser como él. Es el único que se acerca cuando las aguas empiezan a invadirlo todo y siempre anda prestándome libros que nunca leo, pero hay algo en su forma de caminar y de moverse que me transmite tranquilidad, como si no le importase que todos los veranos su hogar quede sumergido bajo el mar y él se vea obligado a huir con sus libros a cuestas.
—Nos vemos a la vuelta. Creo que descubrí cómo sacar esas algas rojas y problemáticas, y voy a necesitar de tu ayuda. —Sonrió y se alejó en su camioneta partiendo el mar en dos.
Cerca del mediodía mi madre nos juntó a los dos, a mi hermana y a mí, y nos llenó de besos con sus labios húmedos, cubiertos de lágrimas. Portarretratos vacíos flotaban entre nosotros. Me dijo que cuide de Guillermina y que llame seguido. Entonces también subió a su auto y manejó hacia las montañas.
Nos quedamos solos. Ya no se veía la caravana, solo a mi madre que se había bajado del auto al pie de la montaña y agitaba sus brazos. El agua salada ya nos cubría hasta la cintura. Papá estaba cerca. En silencio usamos las bombas mecánicas para inflar los pequeños botes donde colocamos nuestras maletas, y luego, cuando el mar ya entraba como una cascada por las ventanas de la casa, inflamos también los chalecos salvavidas.
Cuando la silueta de nuestro padre se dibujó sobre el horizonte, lejos en el mar, ya apenas se veían los techos de las casas y los postes de luz, y mi hermana y yo permanecimos asidos a los botes inflables, que se movían violentamente a merced de las olas.
No importa cuánto tiempo haya estado esperando por él, nunca estoy preparado, y mi corazón da un vuelco cada vez que papá aparece en el océano oscuro, y me amedrenta cuando avanza sin tocar el agua con sus pies, a varios metros por sobre las olas, viniendo por nosotros.
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