Barton Fink fue, probablemente, la primera película que me hizo pensar el cine como pienso la literatura; o mejor dicho, que me hizo cambiar de parecer sobre el cine como una forma de narrativa estática, rígida y repleta de estereotipos insalvables.
Multipremiada a nivel internacional, denostada a nivel nacional, Barton Fink es, sin dudas, la mejor obra de los Coen, dos directores de cine, y hermanos, cuyas producciones son muy difíciles de encasillar dentro de un género, pero que siempre gravitan a muy poca distancia de la comedia y el absurdo.
La trama, compleja y abierta a un sinfín de interpretaciones, gira en torno a un escritor de teatro, Barton Fink, quien es contratado por una poderosa compañía de Hollywood para escribir el guión de una película sobre lucha libre. Caracterizado por buscar representar con la mayor fidelidad posible al «hombre común» en sus obras teatrales, pensando, tal vez, en el proletario, Fink se encuentra ante un terrible dilema con la forma de abordar su nuevo trabajo. Aunque desde la empresa productora le aseguran que se espera de él una película clase A y no una basura reciclada del género, poder articular su deseo como escritor con los límites y las convenciones de una película sobre lucha libre se vuelve rápidamente una pesadilla para el protagonista. Una pesadilla que se filtra, gota tras gota, por los resquicios de su mundo, literal y figurativamente.
Como espectadores, no sabemos si Fink es un gran escritor, solo sabemos que la presentación de su último trabajo dramático fue un éxito entre la pequeña y específica población que asiste al teatro. Sí conocemos, sin embargo, sus aspiraciones como tal: poder representar al “hombre común”, figura que, en la película, se vuelve una categoría indefinida y contradictoria. Esta aspiración constituye, a mi parecer, el eje de la principal tensión narrativa, la falsa negociación entre lo que Fink piensa ser y lo que se espera de él, y la razón de su bloqueo como escritor en la película.
El problema de Fink frente a la hoja en blanco no nace de su falta de creatividad, como se quiere hacer creer al espectador, sino de la imposible conciliación de su deseo con su trabajo. Quizás, para un escritor más realista, capaz de sacrificar sus ambiciones personales por el próximo plato de lentejas, escribir sobre hombres en malla dentro de un cuadrilátero es más bien algo mecánico, una tarea casi desprovista de un componente intelectual. Pero para Barton, incapaz de emancipar sus intenciones, o su propia reputación, de la obra más simple, dicha labor se vuelve no ya una contradicción que le puede servir de espejo, sino una traición contra su idea glorificada de la tarea del escritor.
Al final, Fink no escribe una película de luchadores, Fink escribe el mejor trabajo que ha hecho, el de un hombre luchando contra su alma (en malla). Pero tal “aberración”, para los mundos que el protagonista intenta habitar en simultáneo, el de Hollywood y el de la expresión ̶ y resistencia ̶ intelectual, es imperdonable. Y por ello, el guión de su primera película se transforma, sin siquiera sospecharlo, en su peor condena: la imposibilidad de volver a expresarse sin la censura y la edición de los poderes que regulan el mundo, aquellos que como dramaturgo venía a enfrentar.
“The contents of your head are the property of Capitol Pictures. Anything you write will be the property of Capitol Pictures. And Capitol Pictures will not produce anything you write….”
¿Qué significa todo esto?
Que el alma no se alimenta de lentejas. Tal vez.
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