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Eran las 11:30 a.m. y la temperatura era la de un aeropuerto. No hay un lugar más frío o más cálido en todo ese espacio monocromo y totalizador. Solo hay clima de aeropuerto. A las 5 p.m. tenía una reunión con quien estaba traduciendo una de mis obras. Había estado preparando toda la mañana una ponencia que debía entregar unos pocos días después, y debía hacer mi trabajo usual de Londres a la distancia mientras terminaba algunas traducciones en Madrid.
Básicamente era un día normal de trabajo, el nuevo normal para el trabajo diario neoliberal que nunca termina, porque las interacciones sociales también son trabajo. Es “networking” y “valor neto”. Pero de todas maneras, me encontraba en un aeropuerto y obviamente me tomé una pinta.
Me tomé la pinta a tragos masivos, mirando a cada segundo esas infinitas pantallas que me hacían sentir como un panóptico al revés, mirando las millones de máquinas que acumulaban datos sobre cada uno de mis movimientos para poder venderme otra pinta, otro vuelo. Caminé aeroportuariamente hacia las puertas, siempre con mis piernas estiradas delante mío, deslizando los pies sobre el falso mármol del aeropuerto, marchando con orgullo, como si fuera la única persona que se dirige a algún lugar, más allá de la obvia singularidad de la persecución que nos puso a todos en el mismo lugar y con el derecho legal de cargar una valija con rueditas.
Ya nos habían asignado los asientos y no había ningún beneficio por llegar al avión primero, pero de todas maneras esperé en la cola. Algunos rebeldes seguían sentados en la sala, monumentalmente superiores a cualquiera que estuviera haciendo la cola, y odié a cada uno de esos bastardos. Algunos ni siquiera llevaban valija con rueditas. ¡Todavía cargaban el peso de sus laptops y whiskey del aeropuerto sobre sus espaldas!
Ya que no podía dejar mi posición en la cola en la carrera por ubicarme en un asiento ya asignado, y obviamente era imposible resistirse a bajar otra pinta (¡estaba en un aeropuerto, mierda!), para cuando llegamos al avión me estaba meando encima. Y como ya había tomado mi pinta del pre-mediodía y las únicas opciones sólidas para comer eran unos soquetes verdes empapados en aceite y envueltos en las cortinas de la Gran Guerra de mi abuela (el sánguche “vegetariano”) por el salario de todo un día, también me estaba muriendo de hambre.
¿Qué puede causar tanta locura?
Hay una gran nación en el cielo que no está sujeta a los códigos del espacio que conocemos. No es parte de ninguna cultura que podamos definir. Es un país sin fronteras y sin lealtad ciudadana. De hecho, se puede decir que sus ciudadanos cambian constantemente. Es una no-nación atada de alguna manera a la lógica de la nacionalidad, pero funcionando como su antítesis.
Hay alrededor de 10.000 aviones en el cielo en todo momento, transportando cerca de 1.300.000 personas. Agrega a eso el número de aviones en aeropuertos esperando su turno para despegar, y encontrarás que se trata de una considerable no-nación.
¿Qué significa esto para la vida humana?
Lo que el neoliberalismo quiere es el hiper-consumo (limitarnos solo a la forma social del consumo), sin impuestos, con total uniformidad, con una jerarquía estricta de acceso y un invisible, y siempre vigilante, poder recopilando información. Y existe un solo lugar donde todo esto sucede en simultáneo: el aeropuerto.
Tienes que pagar para ingresar al aeropuerto, y no hay nada más para hacer allí que consumir. Más aún, el acceso pago no es igual para todos. Si pagas más, tendrás más acceso. El salón de espera, embarque rápido, el tren o el autobús para llegar hasta allí, asientos de primera clase, etc. Pero es importante que todos en un aeropuerto sean lo mismo. Todos son consumidores con un ticket, solo se puede consumir y producir valor a través de la información (todo movimiento es grabado y luego vendido como información para poder venderles más a los consumidores/productores). El aeropuerto está libre de nacionalidades, fuera de las restricciones legales de las fronteras y las autoridades democráticas. Y, finalmente, todo es observado por un ubicuo sistema de controladores ocultos. El ojo supervisor jamás puede ser visto.
La no-nación neoliberal ideal.
La cruz de este no-espacio es que no hay conflictos. El deseo es tranquilo, simple, fácil como el turismo liberal tardío, solo llegas, sonríes, click, listo. El deseo necesita conflicto para ser productivo. Debe ser una relación compleja entre sujeto y objeto, donde cada uno produce al otro a través de deseos mutuos que conectan elementos múltiples y disyuntivos. Debe haber conexiones que disrumpen el puro y tranquilo flujo del deseo para que ese deseo sea genuino; de otra forma, se transforma en ese comportamiento ceroso y superficial que es el deseo de aeropuerto, una transacción asocial y neoliberal que solo ubica rentabilidad en diferentes cuerpos para que la transfieran inmediatamente.
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Hay dos formas principales de destrucción forzadas desde este no-espacio sin deseo o, más bien, neoespacio (el nuevo concepto de espacio universal que implica consumir todo otro espacio dentro de su lógica singular y totalizadora): la ambiental y la cultural.
La destrucción ambiental del aeropuerto es inherente a su forma de ser. Funciona para reducir el mundo a una sola posibilidad. Todo puede ser alcanzado en un día, y la forma de alcanzar algo se da por la extracción de la laboriosa historia de la tierra y la quema de esa energía. Es decir, la tierra se vuelve una posibilidad singular al disolver la tierra misma, bombeando su energía química hacia la atmósfera. Solo al expulsar el combustible interno de la tierra fuera de ella podemos cerrarla hasta alcanzar el movimiento-en-un-solo-día.
Lo que hace este colapso del movimiento es presentar toda la vida con la posibilidad de la no-vida. Existe un pequeño riesgo de muerte en volar, el avión puede romperse y algunos pasajeros pueden morir. Una terrorífica posibilidad que, claro, crea un pesar permanente para mucha gente, pero no lo suficientemente general como para significar la verdadera categoría opuesta a la vida que el aeropuerto y su máquina de colapso-terrestre e hiperconsumo está gestando.
La categoría que el aeropuerto plantea como opuesta a la vida es la no-vida: la total erradicación del concepto mismo de la posibilidad de la vida. Amenaza con limpiar el conocimiento de la vida. No se trata del hecho de morir; más bien, se trata de todo el sistema de la vida como es conocido por los humanos forzado a desaparecer, dejando en su lugar algo que no podemos concebir.
El otro tipo de destrucción planteado por el aeropuerto no-nación es el de la cultura. La cultura se basa en la diferencia; no necesariamente en la diferencia excluyente que desestima ciertas prácticas, sino en el reconocimiento de las diferencias entre las formas de ser. Este puede ser un acto inclusivo, y puede desarrollar tanto conocimiento como relaciones sociales existan. La cultura no necesita ser determinista o firmemente definida, pero el reconocimiento de las diferencias sociales e históricas es la única manera de equiparar historias de violencia como la colonización o la esclavitud; estas violencias sistémicas producen sistemas de signos que se correlacionan uniformemente con las diferencias: un cierto tipo de cuerpo o un cierto acto significan una cierta categoría. Es ese sistema de signos el que causa la violencia de la cultura, no las diferencias culturales.
En el libro “To hell with culture” (1963), Herbert Read reclama la muerte de la cultura porque bajo el capitalismo significa una hegemonía totalizadora. Y, ciertamente, esa es la violencia del capital, universalizar el modo de la producción económica como la única manera de ser. Pero las diferencias culturales preceden al capital, y las relaciones sociales se formaron porque esas diferencias (no a pesar de esas diferencias) son antagonistas de la uniformidad de la cultura capitalista. El aeropuerto no-nación erradica las diferencias al crear un espacio donde todo es lo mismo: a pesar de los niveles de lujo, todos están allí solo para consumir y destruir.
La no-nación neoliberal ideal es la creación de la posibilidad de la no-vida, y su acto principal es colgar frente a todos, todo el tiempo, esa posibilidad. La única forma de resistir es el intercambio. El intercambio de “commodities” prolongará la posibilidad de la vida en el dogma binario del aeropuerto. ¡No erradiques la posibilidad de la vida: CONSUME!
En este tranquilo reino del intercambio del deseo, cada cuerpo funciona solo como una pantalla para mostrar el valor de intercambio de los otros cuerpos a su alrededor. Un cuerpo es un mecanismo comparador y establece el estándar de cuánto consumo es necesario. Ya que no hay deseo, ni sentimiento al cual responder en la creación del deseo, los cuerpos solo aprenden de sus réplicas simuladas cuánto es el límite requerido de consumo. Una gran bolsa amarilla de aeropuerto llena de chocolates, perfume y alcohol, una pinta en el bar del aeropuerto, un pene flácido envuelto en algodones, una caja sin abrir con un teléfono y una bandera extranjera impresa sobre ella junto a un adaptador.
Este es el lugar donde el cuerpo es su propio “commodity”, y todo lo que hace es venderse, y todo lo que hay son potenciales “commodities” para agregarle al cuerpo; el perfume, el alcohol… Nada funciona fuera o sin el cuerpo. El cuerpo en este lugar es una máquina para intercambiar “commodities”, y solo sirve para destruir sus propias posibilidades.
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Debemos decir explícitamente lo que todo esto es en realidad.
¿Qué es este colapso mecánico del cuerpo por un régimen sin afecto, de intercambio propio mientras se invierte en la erradicación total del planeta y se suprime la idea diferencial de cultura?
Es violencia.
En su libro más reciente, “Capitalismo gore”, la filósofa mexicana Sayak Valencia llama a esto el “biomercado”, el lugar donde el cuerpo es el producto que se vende a sí mismo en relación con una forma única y universal de existencia: la violencia.
En el biomercado, toda vida se vuelve una promulgación sin fin de violencias valor-productivas. Nadie nunca termina por morir, siempre estamos a un respiro de morir, y entonces la violencia toma un giro brusco, se vuelve un nuevo tipo de dolor y sufrimiento y autoconsumo, consumiendo el cuerpo mientras se lo usa para el laborioso trabajo de crear más valor para sí mismo para consumir.
Este es un proceso reminiscente de “Biopolítica” de Michel Foucault, o de “Necropolítica” de Achille Mbembe. La biopolítica es la forma de soberanía basada en la habilidad para determinar quién puede vivir y quién debe morir, un poder reservado para el Estado cuando tiene el control sobre los cuerpos de sus súbditos. En Necropolítica, la preservación de ciertas categorías de vida se vuelve el despliegue de la muerte hacia todos los cuerpos no-conformes; esta habilidad es ejercida tanto por el Estado como por los actores anti-Estado, como las milicias rebeldes o los mafiosos, transformando una sociedad pacificada por el Estado violento en una sociedad de caos y violencia ubicua.
Estamos hablando de una no-tierra creada para su exención de las reglas, un lugar abstracto donde todos aquellos que estén dentro se encuentran incondicionalmente sujetos a su fuerza. En este “biomercado”, o lo que deberíamos llamar Mercado del Cielo (el paradigma abstracto, intangible y mortal de la Vida mercantilizada), no hay nadie capaz de tomar el poder y ejercer la violencia. En el Mercado del Cielo, precisamente, el punto es que el concepto de responsabilidad es irrelevante. No tiene sentido decir que una persona es responsable y otra no lo es. Todos están involucrados en mantener a los demás en el límite de la muerte, en las orillas violentas, en el momento previo a sumergir los dedos del pie en la no-vida.
El precipicio de la no-vida, donde toda vida cuelga, no es la responsabilidad de Michael O’Leary, el director ejecutivo de Ryanair. No se puede culpar a Boris Johnson o Donald Trump o cualquiera de sus pálidas réplicas. Cada uno de nosotros está suspendiendo mutuamente al otro sobre el precipicio, y en el otro lado está la no-vida; no solo la muerte, sino la erradicación total del concepto de la vida.
Esto pareciera algo brutal de decir, que todos tenemos la culpa, cuando, en 2018, el 48% de los residentes ingleses no viajó en avión. Solo un 1% representó la quinta parte de todos los vuelos. Personas particularmente poderosas están decidiendo expandir la industria de los aviones y vender vuelos. Personas particularmente ricas vuelan todos los días. Mientras la mayoría nunca ha pisado un aeropuerto. ¿Cómo puede ser su culpa?
Bueno, no lo es. La culpa no es un concepto que se puede aplicar acá. Incluye a todos; toda persona que existe y que ha existido es parte de la violencia constante que empuja a cada uno de nosotros hacia el precipicio de la no-vida.
Todos estamos necesariamente incluidos. Lo que ha sido producido por la violencia totalizante del impulso por lucrar sobre la vida humana es una forma singular de conocimiento que invalida la existencia. Esta forma de conocimiento se basa solo en la acumulación de capital. Su única dirección es la repetición, la inversión en la idea de que más capital será producido en cada acción, más de lo mismo; lo mismo, pero más. El humano, entonces, se vuelve no-existente como ser vivo con la posibilidad de decidir sobre su propia vida. Un humano solo puede perseguir más capital. No hay otro tipo de vida posible porque solo hay una cosa por conocer: más capital, ya sea en la forma de tierra, dinero, valor cultural, información o, claro, seguidores en Instagram.
En la filosofía, la idea de que el conocimiento decide la existencia trazando un camino determinado para el ser vivo se llama determinismo epistémico. Su equivalente en el Mercado del Cielo es más extremo, porque no solo controla la vida o pre-inscribe su futuro, sino que también suspende su posibilidad. La vida ya no es vida allá arriba, en la ciudad del cielo la vida es intangible, abstracta, y ataca con una violencia despiadada y eterna, tan despiadada que ni siquiera mata: solo quita Vida.
Sayak Valencia se refiere a esta nueva existencia, que solo es violencia, como la no existencia, pero también como la no muerte; una violencia que solo sabe una cosa: a través del establecimiento del hiperconsumo, el capitalismo, como la única lógica relacional posible, tanto material como epistemológica, crea una neo-ontología que replantea las preguntas fundamentales para cualquier sujeto: ¿Quién soy? ¿Cuál es el significado de la existencia? ¿Qué lugar ocupo en el mundo?
La única respuesta es el capital, y la única relación que podemos establecer con los demás en esa epistemología determinista es la violencia, la creación mutua de la no-vida colectiva a través de actos individuales de intercambio que transforman el cuerpo en un no-cuerpo; una categoría universal de comercio no-productivo.
El cuerpo se sigue comercializando, claro. Eso es todo lo que hacemos en el aeropuerto. Intercambio algunos minutos de mi pasado tiempo laboral por una pinta. Luego, a través de mi consumo de la pinta produzco más valor en la forma de datos que ahora conocen más sobre mí y todos los demás. El cuerpo es comercializado, pero no produce nada en sí mismo. Solo produce perspectivas de sí mismo. Produce en otros cuerpos, como cámaras que almacenan información y pequeñas cajas que rastrean compras, diferentes maneras de verse a sí mismo. Lo único que cambia es la perspectiva: la manera en la que se ve un cuerpo para maximizar las ganancias.
Este es el destino de las ciudades inteligentes, mucho más que cualquier llamada a construir comunidades utópicas e inclusivas. Las ciudades inteligentes, con sus faroles que rastrean a los indigentes, sus cámaras policiales que juzgan la potencialidad de cualquier persona para cometer un crimen basada en el color de piel, sus falsas participaciones públicas cuando todo ya ha sido vendido a alguna compañía privada, y sus masivos centros de datos que emiten tanto dióxido de carbono como toda la industria de aviación en el mundo, son, simplemente, la manifestación física de las redes sociales: fábricas donde todos pueden trabajar constantemente, creando datos de valor para gigantescas compañías privadas. Las ciudades inteligentes son Instagram en ladrillos y argamasa.
El aeropuerto y su no-nación neoliberal ideal hacen de su régimen algo global. Remodelan la perspectiva del sujeto para volverlo una cuestión binaria entre sujeto-que-desea y sujeto-deseado. Quiero eso-hecho, ya lo tengo. Y en el proceso, la posibilidad de Vida es destruida.
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¿Qué es la globalización sino rutas de vuelo? La globalización es indistinguible de lo que eufemísticamente se llama “industria de la aviación” (más acertadamente: la máquina celestial de no-vida). Es la creación de una forma abstracta y singular que define toda la vida en una sola búsqueda, la de acumulación de capital. Todo es exactamente lo mismo en un aeropuerto, incluso el mismo aeropuerto, y todo es abstraído en un punto que no está vivo ni muerto. Todo está suspendido entre los límites de dentro y fuera, entre pagar esos impuestos o aquellos, entre vivir o morir. La producción se limita a una zona excluida de muerte (los trabajadores hiperexplotados sin leyes laborales que los amparen) y el consumo se limita a una zona incluida de vida donde el cuerpo es una pantalla que marca la acumulación de datos y su única acción posible es el consumo. Ambos están atrapados en la esfera de la no-vida, cuyas perspectivas es el mecanismo global de rastreo de ciudades inteligentes / aeropuertos.
Para entender el aeropuerto como el lugar de la globalización, primero debemos entender la tierra como el lugar del localismo. Un problema que resalta Fredric Jameson con el entendimiento de Marx sobre cómo el valor es producido por el tiempo de los trabajadores (ellos dan su tiempo para producir algo que es investido con valor) es que no explica por qué la tierra también carga valor. La tierra no es el producto de los trabajadores. Esto es explicado por David Harvey en su libro de 1982 “Los límites del capital”. El valor de la tierra viene de la inversión en la idea de su futuro uso productivo. Hay una creencia de que la tierra será usada para sostener elegantes edificios, o una fábrica de ropa. De esta manera, la tierra contiene el valor del futuro trabajo destinado a la producción de dichos productos.
Eso la vuelve una creencia local: la estructura del tiempo capitalista, dentro de la cual el futuro es una proyección de ganancias potenciales basadas en la rentabilidad del pasado, está anclada al valor de la tierra. La tierra es local, y su valor depende de su ubicación y las circunstancias de esa ubicación, ya sean estas geológicas, políticas o ambientales. La inversión no es necesariamente beneficiosa para su área local y puede que sus ganancias no se queden allí, obviamente a los capitalistas que invierten en petróleo y campos de gas, refinerías y oleoductos en África occidental les importa una mierda el área o cualquiera que habite allí, pero su compromiso es local: niega la posibilidad local de producir su forma singular de conocimiento, una negación que de manera retroactiva afirma la existencia previa de vida local (debe haber habido algo que negar allí).
Como el filósofo francés Jean-Luc Nancy explicó, la globalización no es una totalidad global inclusiva. No es un gesto que incorpora toda cultura, persona, historia y forma de ser en el planeta en una corriente de intercambio de información y movimiento que conecta libremente culturas curiosas y desinteresadas. La globalización es la expansión violenta de una ideología singular en todo espacio de la tierra. Toda vida es subsumida bajo una forma de ser, que es la del capitalismo Americano. Como escribe Nancy, lejos de ser un mundo cambiante, la globalización es la conversión del mundo en un no-mundo (no el deshacer del mundo, sino la activa creación de un mundo imposible).
La globalización, entonces, es la destrucción del entendimiento plural del mundo, ya que su búsqueda, como la del Mercado del Cielo, es la de erradicar las diferencias para convertir todo ser en un solo tipo de conocimiento, que es el de la acumulación de capital en el procesamiento de datos.
Sin embargo, esta destrucción, como escribe Nancy, vuelve posible la emergencia de la pregunta relacionada a su ser. Es una característica común del posmodernismo pensar que todo significado es retroactivo: se aplica a un evento o fenómeno después de que haya sucedido. El colapso del mundo como es conocido es la oportunidad para renovarlo, no en una forma simplista de lógica circular de regeneración biológica o, peor, espiritual, sino, más bien, en el sentido en que el mundo como totalidad singular está representado en el conocimiento capitalista moderno desde afuera. La manera en que conocemos el mundo es desde un punto de vista distante de representación. Está visto como desde algún otro lugar.
En la arquitectura, los edificios están dibujados y pensados desde una distancia, y las líneas estructurales se ubican de acuerdo con la ubicación desde donde un sujeto particular ve el edificio. La forma en que se ven se llama perspectiva arquitectónica. Si esa posición fuera retirada, entonces la subjetividad que viene con la perspectiva sería también imposible. De esa manera, la violencia contenida en la supremacía del sujeto que observa en la distancia ya no es accesible.
Lo mismo ocurre a una escala global, ya que el mundo es pensado en la modernidad como arquitectónico. La arquitectura no es la manera natural u objetiva de pensar sobre las construcciones y la creación de espacios para habitar. Es una perspectiva histórica e ideológica, como escribe Gülsüm Baydar, que centra la narrativa histórica del capital Occidental. La arquitectura como significante universal se vuelve la referente ahistórica para narrativas históricas. Las arquitecturas de diferentes culturas son entonces vistas como apenas diferentes versiones de arquitectura. Están convenientemente añadidas en la gran narrativa de la arquitectura sin reconocerles un tiempo particular en una geografía particular.
Y por ello la afirmación de Nancy: “cuando el mundo sea destruido por la globalización, una nueva forma de ver será posible, una forma de ver desde dentro que le permita al mundo emerger más que quedar comprimido en una forma determinada”.
Esta puede ser una apuesta un poco estúpida y arriesgada, que volar y el ecosistema y la masacre existencial de los aeropuertos de alguna manera son propicios para el progreso de la vida humana. Ciertamente no quiero sugerir que las personas deberían viajar más en avión o importarles menos el medioambiente porque llevará a algo nuevo. Lo que quiero decir, más bien, es que la expansión del capital lleva consigo su propia destrucción. Y su destrucción será la destrucción de toda la vida.
Escucho decir muy a menudo que el mundo es más fuerte que lo que “podemos” hacer con él; que luego de la erradicación de la vida humana, el lienzo quedará limpio para nuevas especies. Lo que esto ignora es que el “mundo” es un concepto histórico construido por cierto régimen. El concepto y la perspectiva del “mundo” muere mucho antes de que el planeta físico deje de ser habitable. La narrativa del “nuevo lienzo” falla en preguntar qué hacemos entre la destrucción de la unidad conceptual de “mundo” (el precipicio de la no-vida) y la erradicación literal del ser (muerte). Es importante, entonces, pensar una forma de ser que contenga una epistemología sin la perspectiva distante y totalizadora del mundo.
Esto significaría encontrar una manera de conocimiento que no esté enraizada en la supremacía del sujeto que observa. Significaría el uso de la tecnología en la ciudad inteligente para el beneficio del público, dejando los datos como patrimonio abierto, libre y accesible para todos y cada uno de nosotros. Significaría la posesión pública de tecnologías “de viaje” cuyas premisas no sean la destrucción de la tierra por uso de combustible fósil y capitalismo extractivo. Significaría una firme pluralidad de cultura, donde arquitectura mute a algo completamente diferente en cada lugar, donde el tiempo es distinto donde sea que vayas y el espacio es específico de las formas particulares de conocimiento; una verdadera pluralidad donde no hay un punto singular de referencia, donde las manifestaciones de las culturas no solo son diferentes en comparación con un centro universal: Capitalismo heteropatriarcal, blanco y Americano.
Mientras desciendo del avión en Madrid, pasando ancianos que todavía piensan que pueden caminar por un aeropuerto como si estuvieran en el mundo, y corriendo para ubicarme en una fila anónima en el control de pasaportes, todo es exactamente lo mismo una y otra vez. Estoy parado en el no-mundo, dejando mi ciudadanía temporal de la no-nación del aeropuerto y sus aviones, habiendo invertido mi dinero, tiempo y producción-de-datos-corporal en su continuo impulso de la vida hacia la no-vida total.
Me subo a un colectivo en el centro de la ciudad. Todos aquí claramente han hecho lo mismo. El sentimiento es paralizante. Nadie hace nada. Estoy desesperado por otra cerveza, y por comida de verdad, del tipo que no se consigue en el Mercado del Cielo, al menos dentro de mi presupuesto. Viniendo de ver el mundo como un dios omnisciente, abarcando cientos de kilómetros sobre España con mi mirada, me resulta imposible ajustarme a ver todo desde la ventana de un colectivo. Toda nuestra existencia se basa en una estructura de conocimiento que ve como si siempre se observara desde la ventanilla de un avión. Vemos el mundo desde afuera, desde una distancia clasificable y analizable; todo ojo delimitando el mundo de acuerdo con la supremacía de su propia subjetividad en una relación de competencia con los demás ojos delimitadores.
Esta manera de ver que crea el no-mundo, y una estructura de conocimiento capaz de reconocer únicamente un valor capitalista, puede ser vencida solo por una reinvención total de la visión y el conocimiento, una nueva epistemología que vea el mundo desde dentro, que pueda crear al sujeto que observa con cada observación en lugar de reunir todo objeto en una persecución singular y determinada.
Al final de su libro Gore Capitalismo, Sayah Valencia relata una anécdota personal que le sucedió mientras conducía con su hermana por su pueblo, Tijuana. Las dos vieron, al costado de la ruta, el cuerpo disecado de un hombre.
“El hombre muerto violentó mi idea cómoda y espectralizada de la muerte, me arrancó de la lógica mediatizada donde las cosas malas siempre le suceden a Otros. El cuerpo me hizo comprender que yo pertenezco a esos Otros, sin ningún atisbo de humanismo o solidaridad diletante. En otras palabras, ese hombre muerto me reconfirmó que estoy irrevocablemente atravesada por el género, la raza, la clase social y la distribución geopolítica de vulnerabilidad. Ese hombre muerto me dijo que yo también era responsable por su desmembramiento, que mi pasividad como ciudadana está cristalizada en la impunidad.”
Nuestra comodidad en el aeropuerto y en los estruendosos trastes que son los aviones es la pasividad de la lógica mediatizada que nos dice que pasará más tarde, mañana, o que le sucederá a alguien más. El nivel del mar subirá en Bangladesh, o en algún pueblo impronunciable en Anglia Oriental, no aquí. El agua fresca y la escasez de alimentos solo afectará a gente más pobre que nosotros, nunca a nosotros.
Igual iré por mi sándwich y cerveza en Madrid, aunque ello sea parte de la complicidad en el régimen totalizador que empuja nuestros rostros cómodos, apurados y exprimidos de información hacia el abismo, ese que finalmente terminará con la vertiginosa carrera por ganancias a cualquier costo: la no-vida.
por Elliot C. Mason
Poeta, dramaturgo y ensayista.
Fuente, https://www.3ammagazine.com/3am/sky-market-the-ideal-neoliberal-non-nation/
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