Invierno, 44
Mijaíl examinaba la cabaña desde una distancia prudente. No tenía dudas: era la choza que baila.
La había estado buscando durante tanto tiempo que ahora, frente a ella, creyó encontrarse ante un espejismo. El viento frío y ominoso de la tarde silbaba alto en el cielo. La luz del sol menguaba.
¿Cuánto tiempo hacía ya que la buscaba?
Detrás se alzaba un bosque de abetos. El jinete rojo paseaba entre los árboles, en silencio, apenas cubierto por las sombras que crecían.
Mijaíl prendió un cigarrillo. Un cerco de calaveras sobre tocones custodiaba la choza. Cada una de ellas había pertenecido alguna vez a un suplicante. Dentro de sus cuencas oculares ardían llamas diminutas.
Cuando Mijaíl se acercó y cruzó el primer tocón, el jinete rojo se irguió en su corcel y se giró hacia él. Era imposible saber si era movido por su propia voluntad o por la de alguien más. No tenía ojos, ni boca, ni orejas; nada en su rostro revelaba inteligencia alguna.
La luz vespertina reflejaba en su frente.
Entonces, la tierra bajo los pies de Mijaíl empezó a temblar con movimientos rítmicos, como si un gigante enterrado, ansioso por escapar, golpeara con sus puños la roca en la oscuridad.
Era posible que el jinete alertara a la dueña de la choza que baila sobre el intruso. Las piernas de Mijaíl flaquearon. Cuando el cigarrillo quemó sus dedos temblorosos, buscó con premura la pequeña bolsa donde escondía la ofrenda para la bruja.
También la llaman la madre de los hongos.
Apartada, entre las pertenencias de Mijaíl, descansaba una fotografía. La había tomado un año antes, durante un día de otoño excepcionalmente frío. El cielo en la fotografía era del color del plomo. El niño no sonreía.
Solo un sortilegio permitía ingresar en la cabaña.
Nubes oscuras empezaron a poblar el cielo. Mijaíl se arrodilló en la tierra y apoyó una oreja en el barro húmedo y frío. No había dudas, voces humanas brotaban claras, inconfundibles.
Estaba cerca.
Las hojas de los árboles se arremolinaron en el cielo blanco. El viento gélido cayó como una lanza sobre el pecho de Mijaíl. La luz menguó y el caballero rojo ya no se encontraba por ningún lado. Solo quedaba el batallón infinito de abetos y la estructura de madera. Las voces de los malditos seguían brotando desde el barro ahora más claras. Pronto Mijaíl se les uniría con la esperanza de permutar su vida por la de alguien más.
Casita, casita, da la espalda al bosque, vuélvete hacia mí, recitó. La choza, iluminada por el fuego en los cráneos vacíos, se levantó sobre sus destartaladas patas de gallina, antes enterradas en la tierra. Del lodo brotó un olor hediondo y penetrante. Cuando la estructura giró con la ayuda de sus extremidades flacas y podridas, las estrellas se apagaron.
Solo entonces la puerta se reveló ante Mijaíl, apenas entreabierta. Una luz cálida se derramaba desde el interior de la choza que baila. Dentro había algunos muebles de madera donde reposaban platos repletos de carne cruda y podrida. En el centro yacía un mortero gigante.
Una pequeña y sucia ventana daba al exterior. Ya no quedaba ni rastro del bosque de abetos, consumido por la oscuridad de la noche. En algún lugar relinchó el corcel oscuro. Decenas de moscas volaban y se posaban sobre el rostro de Mijaíl. El hedor del lugar se había vuelto insoportable. Afuera, las llamas de los cráneos iluminaron a una mujer desnuda que se acercaba. Su boca se abría y se cerraba frenética, entrechocando dientes de acero.
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