La sombra del Balrog

El Daño de Durin vivió bajo las minas de Moria, escondido en lo profundo del laberinto cavernario. Era el único sobreviviente de los Balrogs, y como último representante vivo sufría una pesada depresión. Vagaba en solitario por los corredores de piedra, sosteniendo un cuerpo debilitado por el letargo del sueño, más sombra que fuego. Nunca pudo comunicarse con los demás habitantes de Kazad-dum. No manejaba la lengua de los enanos, de allí el malentendido que terminó con el imperio de Durin VI y que le adjudicó el injusto título que le atribuían. Luego llegaron los trasgos, quienes le temían y esquivaban, a pesar de que compartían la naturaleza de sus existencias. Y finalmente, el grupo liderado por el brujo Gandalf, con quien sostuvo una larga batalla, porque más allá del olvido, y del tiempo, ambos eran feroces enemigos.

Pero las grandes guerras habían acabado.

El Balrog no sabía que el asedio al reino de los enanos y su posterior destrucción carecían de sentido sin los mandamientos de su creador. El mundo había cambiado, pero él volvía a repetir los mismos patrones que una vez le habían dado la importancia del soldado, del general. Los enanos, por supuesto, nunca terminaron de entender la voluntad soñolienta que motivaba el accionar del monstruo. El terror desatado les fue en su totalidad forastero, a pesar de que resguardaban celosamente la historia de su pueblo. El Balrog era un demonio alucinado que desconocía el fin de su circunstancia instrumental, una bestia oscura cuyas intenciones le habían escapado al tiempo. Cada vez que el látigo de fuego bajaba entre las columnas de piedra, los enanos huían y se apiadaban de las sombras que los perseguía, de la vergüenza y la autocompasión que asaltarían al Balrog una vez se encontrara en soledad, pues las grandes guerras habían acabado.

El Balrog de Moria murió tras lanzarse al vacío desde la cima de una montaña luego de luchar contra una insalvable depresión. Al caer, paradójicamente, el fuego purificador de su cuerpo limpió el alma de su enemigo, volviéndola blanca. Las llamas continuaron ardiendo sobre la tierra y nadie logró apagarlas. Sus sombras, en cambio, buscaron refugio en otros cuerpos igual de solitarios que aquel que las había proyectado. Así se sucedió la cuarta edad y el final de los tiempos, con la oscuridad y el calor del Balrog desparramados por el mundo.

Ahora alguien enciende una llama sobre la hierba seca del monte. Las lenguas de fuego, como látigos, revelan con su luz una figura que de no estar hecha de sombras, y de no estar completamente sola, sería la de un hombre. Las ruinas de Kazad-dum laten bajo sus pies, filtrando como en ecos un sentimiento de futilidad sobre su alma, la terrible epifanía de que las grandes guerras habían acabado, y la inevitable nostalgia que le seguiría.

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