La mejor historia jamás contada

original por Daniel Davis-Williams

Me dijeron que se irían si les contaba una historia. Empecé por contar que todo había comenzado en 1986, cuando nací prematuramente un día antes del accidente en Chernóbil, pero me detuvieron. Empieza in medias res, me dijeron, o no tendrás cena y ocultaremos tus zapatos otra vez.

Así que todo empezó dieciocho años después, cuando me mudé a este departamento con mi novia de ese entonces, dije mientras me sacaba las botas por si acaso, pero me detuvieron otra vez. Nada empieza, sentenciaron, a menos que lo digamos nosotros.

Una hora después de que entraran les pedí que se vayan. Una hora era todo lo que les debía según la etiqueta. Ya habían terminado la merienda, y el freezer necesitaría al menos un par de horas para hacer más bocaditos helados. Entreabrí apenas la puerta para ver el clima y pregunté si necesitarían protector solar para el camino, o quizás un parasol, el cual ya sostenía en mi mano, una compra reciente para alguien importante, pero ellos habían cambiado ese plan, como todo lo demás. Les dije que el cielo estaba despejado solo para que se vayan.

Me respondieron que aceptarían un poco de protector solar cuando fuera tiempo de partir, pero eso sería más tarde, y el futuro era imprevisible. Entonces buscaron el control remoto del televisor y me hicieron ver la última temporada de una serie que nunca había empezado. Durante una pausa para ir al baño, elogiaron mi estudio de dos pisos en la encantadora California. ¡Qué pena desperdiciar esta vista al océano en un solo inquilino!

Deja de contar lo que ya sabemos, ordenaron. Recordamos los restos de la merienda y los bocaditos helados, la sombrilla que llamaste pretenciosamente parasol, el día que no está tan despejado como afirmaste, y The Wire.

Les pregunté si querían escuchar una canción. Se amontonaron. Quizás mañana, dijeron.

Esperé a que se durmieran. Luego esperé a ver qué medicamentos tomaban para permanecer tan alertas y entusiastas, y no vi nada. Les sugerí que se echaran una siesta mientras ponía las sábanas en lejía y pedía ayuda a la policía. Me respondieron que solo descansarían cuando estuvieran muertos, pero solo figurativamente muertos. La cuestión real podía esperar.

Nos estás citando mal, gritaron. Somos mortales y estamos al tanto de ello. Les mostré mis notas, pero tomaron el cuaderno y me dijeron que continúe la historia de memoria, que ese era el secreto para alcanzar el mayor éxito en cosas como escribir novelas y esas trivialidades.

Les pregunté si podían al menos masticar con sus bocas cerradas mientras comían mis pistachos, pero ellos opinaban que era parte de la historia y siguieron interrumpiéndome mientras partían exageradamente las cáscaras del fruto.

Algún día morirán, naturalmente, dije. Solo eran humanos, como yo, que no dormían desde el martes y ahora contaban cada hora perdida como una nueva bolsa bajo sus ojos.

Eran dos hombres grises. Cargaban con bolsas de lona que nunca vi abiertas. Una vez, de curioso, intenté abrir una de ellas, pero me pillaron y me regañaron justamente por ser un anfitrión entrometido.

Esto se ha ido por las ramas, dijeron. Uno de ellos se incorporó del sofá y levantó una mano mostrando el dorso. Queremos una historia, dijo, no un análisis político.

Cuéntanos qué sentiste mientras nos precipitábamos por tu puerta principal y acabábamos con todo lo que había en la lacena. Cuéntanos sobre el olor de nuestras camperas de piel de cordero y sobre el musgo entre nuestros dientes mientras tomábamos tus últimas cervezas y no te ofrecíamos comida tailandesa aunque habíamos ordenado para tres. Cuéntanos cuánta propina le dimos al chico del encargo. Cuéntanos una historia en un lenguaje sincero, y si no hay un argumento, te encerraremos en el baño y volveremos a hacer lo que hicimos la última vez.

Todo empezó cuando se los llevaron, intenté. Pensaron que vivía solo, pero mi esposa estaba trabajando, y le envié un mensaje de texto antes de que me arrebataran el teléfono. Y ella envió ayuda. Y la policía llegó. Y los invasores fueron esposados y forzados fuera de la casa. Y la policía diligentemente olvidó proteger sus cabezas cuando los metían en el asiento trasero del patrullero.

El mismo final, continué: confronté a mi vecino Ted. En el mejor tono de voz posible, le pregunté por qué no había llamado a la policía cuando estaba claro que me habían tomado de rehén. Los secuestradores me habían enviado a buscar el correo, señalé, y olvidaron ponerme la mordaza. Le pregunté si ahora, parado frente a mí, podía escuchar mi voz, y si lo hacía, por qué no me había escuchado entonces.

Mi vecino respondió que yo siempre le había resultado extraño, y que en un país libre como los Estados Unidos la gente podía tener invitados el tiempo que quisiera, y que incluso golpear las paredes no era un crimen en la mayoría de los países, salvo quizás en la Rusia comunista, y mira lo que les sucedió a ellos.

Detente ahí mismo, dijeron. Nada de eso sucedió todavía. Otra vez el reverso peludo de una mano que se levanta. Queremos la verdad, dijeron, no una especulación. Y las historias verdaderas tienen un nudo, pero de repente has saltado hasta el final, como si estuvieras en un apuro y quisieras echarnos. ¡Qué descortés!

Y ve a prepararnos otro coctel, ordenaron. La heladera hizo ese chirrido que hace cuando el hielo está listo.

Y entonces in medias res. Las cosas no iban bien y quizás nunca lo harían. Mis invitados estaban muy sedientos. Me deslicé fuera de su campo visual para llamar la atención de mi vecino Ted, pero me atraparon golpeando «SOS» en código Morse en la pared y me castigaron justamente por olvidar el escenario de la historia.

Eran los últimos días de noviembre. Del otro lado de la ventana el viento levantaba un péndulo de hojas rojas.


Relato publicado en The Rupture Magazine.

Daniel Davis-Williams es un escritor americano que vive en el norte de California. Sus relatos y poemas aparecieron en Fourteen Hills, Los Angeles, Ninth Letter, Outside y The Rupture.

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