original por Joe Zadeh,
publicado el 3 de junio de 2021

El quince de febrero de 1894, durante una tarde húmeda y nublada, un hombre atravesaba el parque Greenwich al este de Londres. Su nombre era Martial Bourdin; francés, de veintiséis años, de cabello negro tirado hacia atrás y un prominente bigote. Avanzaba por el camino en zigzag que llevaba al Royal Observatory, el cual solo diez años atrás había sido designado como el centro científico y simbólico del reloj estandarizado en todo el mundo, el tiempo de Greenwich (GMT), y del Reino Unido. En su mano izquierda, Bourdin llevaba una bomba; una bolsa de papel madera que contenía una caja de metal llena de explosivos. Cuando se encontraba cerca de su objetivo, roció la bolsa con ácido sulfúrico, pero a unos pocos metros del observatorio, justo antes de ingresar, la bomba estalló en sus manos.
La detonación fue lo suficientemente fuerte como para llamar la atención de dos trabajadores dentro del observatorio. Al salir del edificio, vieron al guardaparque y a algunos alumnos de escuela correr hacia una figura en cuclillas sobre la tierra. Bourdin gemía y gritaba. Sus piernas estaban destrozadas, uno de sus brazos había salido despedido y tenía un agujero en el estómago. No dijo nada sobre sus motivos o su identidad mientras era trasladado al hospital más cercano, donde murió treinta minutos después.
Nadie conoce con seguridad cuáles eran las intenciones de Bourdin ese día. Una investigación reveló que tenía conexiones con grupos anarquistas. Muchas teorías circularon: que tenía la intención de probar la bomba en el parque para futuros ataques en espacios públicos o que iba a entregársela a alguien más. Pero al haber preparado el dispositivo mientras avanzaba por el camino zigzagueante, muchos, incluidos la experta en explosivos Vivian Dering Majendie y el novelista Joseph Conrad, quien basó su libro «El agente secreto» en el incidente, sospecharon que Bourdin había querido atacar el observatorio.
Bourdin, entonces, quería hacer estallar la hora del reloj como acto revolucionario, con la inocente pretensión de desestabilizar la medición global del tiempo. No fue el único que intentó atacar relojes durante este periodo. En París, un grupo de rebeldes destruyeron en simultáneo numerosos relojes públicos en toda la ciudad, y en Bombay, el famoso reloj del mercado Crawford fue destrozado por manifestantes con armas de fuego.
Alrededor del mundo, la gente estaba furiosa con el tiempo.
Hoy, la destrucción de relojes nos parecería un acto disparatado. La sociedad contemporánea está obsesionada con el tiempo, es el sustantivo más usado de la lengua inglesa. Desde que los relojes analógicos empezaron a aparecer en las torres de iglesias y ayuntamientos, hemos ido trayéndolos cada vez más cerca de nosotros: en nuestras oficinas y escuelas, en nuestras casas, alrededor de nuestras muñecas, y finalmente en las pantallas de nuestros teléfonos, computadoras y televisores que miramos durante horas todos los días.
Organizamos nuestras vidas bajo el tiempo que marca el reloj. Nuestras vidas laborales y nuestros salarios están determinados por él, y muchas veces nuestro «tiempo libre» también. Incluso podemos decir que, en términos generales, nuestras funciones corporales son reguladas por el reloj. Comemos nuestras comidas en horas específicas en lugar de hacerlo cada vez que tenemos hambre, nos vamos a dormir cuando lo dice el reloj y no cuando nos sentimos cansados, y le damos más sentido al insufrible tono de nuestras alarmas que a la evidente salida del sol, el centro de nuestro sistema solar. El hecho de que sintamos una extraña culpa si comemos nuestro almuerzo antes del mediodía es testamento de las maneras en que hemos internalizado la lógica del reloj. Somos animales encadenados al tiempo, como escribió el economista y sociólogo norteamericano Jeremy Rifkin en su libro «Time Wars» en 1987.
«Todas las formas de percibirnos y de percibir el mundo están mediadas por la manera en que imaginamos, explicamos, usamos e implementamos el tiempo».
Durante la pandemia de COVID-19, mucha gente manifestó que su experiencia del tiempo se había deformado y vuelto extraña. Estar atrapado en casa o trabajar más de lo acostumbrado, durante una cantidad excesiva de horas, hizo que los días parecieran horas, y que las horas parecieran minutos, y que algunos meses parecieran eternos y otros pasaran casi sin notarlos. El tiempo de nuestros relojes y el tiempo de nuestras mentes habían empezado a separarse.
Estudios académicos exploraron cómo nuestras emociones (como la tristeza y la ansiedad inducidas por la pandemia) pueden distorsionar la percepción del tiempo. O quizás fue nuestra falta de movimiento y, por lo tanto, de cambio; después de todo el tiempo es cambio, como lo pensó Aristóteles. Aquello sin tiempo no puede cambiar. Pero pocas veces se ha cuestionado al reloj, el instrumento que mide el tiempo, el ritmo bajo el cual definimos las «extrañas» distorsiones. El reloj continuó marcando sus inflexibles segundos, minutos y horas, completamente ignorante de la crisis global en la que estábamos inmersos. El reloj es estable, correcto, neutral y absoluto.
Pero, ¿por qué somos nosotros los equivocados y el reloj, el correcto?
«La mayoría de las personas tuvieron su última clase sobre la medición del tiempo y los relojes durante la escuela primaria», me dijo recientemente Kevin Birth, profesor de antropología en la Universidad de Nueva York, quien ha estudiado los relojes por más de treinta años. «Tenemos esta cosa que es central para toda nuestra sociedad, que forma parte de casi todos nuestros aparatos electrónicos, y nosotros vamos por ahí con nuestro pobre conocimiento de alumno de primaria sobre ello».
Birth pertenece a uno de los crecientes coros de filósofos, sociólogos, autores y artistas que, por varias razones, argumentan la necesidad de reconsiderar urgentemente nuestra relación con los relojes. El reloj, dicen, no mide el tiempo, lo produce. «El tiempo coordinado es una construcción matemática, no la medición de un fenómeno específico», escribió Birth en su libro «Object of Time». Esa construcción matemática ha sido forjada durante siglos por la ciencia, sí, pero también por el poder, la religión, el capitalismo y el colonialismo. El reloj es una herramienta social muy útil que nos permite coordinarnos con las cosas que nos importan, pero que también está profundamente cargada de política. Y como todo lo político, beneficia a algunos, marginaliza a otros y nos impide un entendimiento real y verdadero de lo que está pasando.
Mientras más nos sincronizamos con el tiempo de los relojes, más nos desincronizamos con nuestro cuerpo y el mundo que nos rodea. Tomando prestado un término del ambientalista Bill McKibben, Michelle Bastian, una profesora titular de la Universidad de Edimburgo y editora de la revista académica Time & Society, argumentó que los relojes han instalado una terrible confusión con respecto a la naturaleza del tiempo. En el mundo natural, el pasar de las «horas» y las «semanas» no importa. En consecuencia, el acumulo de gases y el efecto invernadero en la atmósfera, la repentina extinción de especies que han vivido en la Tierra por millones de años, la rápida propagación de diferentes virus, la contaminación de la tierra y el agua y el verdadero impacto de todo esto acaban más allá de nuestras posibilidades de comprensión, producto de nuestra devoción hacia una medida del tiempo que solo es relevante para los humanos.
El tiempo del reloj no es lo que la mayoría de la gente piensa. No es el reflejo transparente de cierto tipo de tiempo verdadero y absoluto que monitorean los científicos. Fue creado, y es alterado con frecuencia y ajustado para encajar en propósitos sociales y políticos. La hora de verano, por ejemplo, es un evento arbitrario que se nos ocurrió. También lo es la semana de siete días. «La gente tiende a pensar que en algún lugar existe un reloj maestro, como la vara de platino en la Oficina Internacional de Pesas y Medidas, que es el «reloj último», me explicó Birth. «Pues no lo hay. No existe reloj alguno en la Tierra que dé el tiempo correcto. Solo se calcula».
Lo que usualmente se enseña en las escuelas occidentales es que el tiempo de nuestros relojes (y por extensión, de nuestros calendarios) está determinado por la rotación de la Tierra, y por lo tanto el movimiento del Sol a través de nuestro cielo. La Tierra, aprendemos, completa una órbita alrededor del Sol en 365 días, lo que determina la longitud de nuestro año, y completa una rotación sobre su eje una vez cada veinticuatro horas, lo que determina nuestro día. Entonces, una hora es 1/24 de cada rotación, un minuto es 1/60 de una hora y un segundo es 1/60 de un minuto.
Nada de esto es verdad. La Tierra no es una esfera perfecta de movimientos perfectos; es una pelota llena de bultos que está aplastada en ambos polos y que se bambolea. No rota exactamente en veinticuatro horas cada día, ni orbita el Sol en exactamente 365 días cada año. Lo hace más o menos. La perfección es un concepto humano; la naturaleza es irregular.
Durante miles de años, la mayoría de las sociedades humanas han aceptado y se han movido en armonía con los ritmos irregulares de la naturaleza, usando el Sol, la Luna y las estrellas para entender el paso del tiempo. Uno de los primeros instrumentos para medir el tiempo, el reloj solar, demostraba que las horas del día no están establecidas en sesenta minutos, sino que variaban. Las horas eran más largas o más cortas de acuerdo con la órbita de la Tierra, haciendo que los días fueran más cortos en invierno y más largos en verano. Esos relojes no determinaban las horas, minutos y segundos, solo reflejaban el ambiente próximo y te informaban dónde te encontrabas dentro de los ritmos cíclicos de la naturaleza.
Pero desde el siglo XIV, gradualmente fuimos dándole la espalda a la naturaleza y empezamos a calcular nuestra percepción del tiempo a través de dispositivos humanos. Empezó en los monasterios del norte y centro de Europa, donde monjes piadosos construyeron objetos de hierro poco fiables que automáticamente marcaban intervalos para ayudar a los campaneros a anunciar las horas canónicas de rezo. Como toda máquina, la lógica del reloj mecánico se basaba en la regularidad, el rígido tictac de un escape. Trajo con él una forma completamente diferente de ver el tiempo, no ya como un ritmo determinado por una combinación de fenómenos observables en la naturaleza, sino como una serie homogénea de intervalos perfectos e idénticos facilitados por una misma fuente.
El fervor religioso por racionalizar el tiempo y disciplinar nuestras vidas alrededor del reloj llevó al historiador americano Lewis Mumford a describir los monjes benedictinos como «probablemente los fundadores originales del capitalismo moderno». Es una de las grandes ironías del cristianismo que haya puesto en marcha los engranajes de una manía persistente por rigor y precisión científica alrededor del cronometraje que eventualmente secularizaría el tiempo en occidente y apartaría a Dios, el relojero original, del cuadro por completo.
Para 1656, el científico holandés Christiaan Huygens, había inventado el primer reloj de péndulo, el cual marcaba fracciones homogéneas y regulares de una unidad pequeña de tiempo: los segundos. A diferencia de los inconsistentes relojes mecánicos, el reloj de péndulo era casi perfecto. En el mismo siglo, un grupo de astrónomos británicos liderado por John Flamsteed desarrolló el «mean time», un cálculo estimado de la rotación de la Tierra. La ciencia había encontrado una manera de sortear los bamboleos excéntricos del planeta para producir una unidad consistente y cuantificable, la cual pasó a conocerse como el tiempo de Greenwich.
El tiempo estandarizado se volvió vital para los marineros e irresistible para los intereses corporativos, tal era la facilidad que podía ofrecerle al comercio, el transporte y la comunicación eléctrica. Pero tardó un poco más en colonizar las mentes del público general. Durante la fiebre ferroviaria británica de 1840, cerca de 10000 kilómetros de rieles fueron construidos en todo el país. Inversores (incluidos Charles Darwin, John Stuart Mill y las hermanas Brontë) forcejearon entre ellos para adquirir acciones de la compañía ferroviaria en un frenesí de capitalismo irresponsable que causó una de las burbujas económicas más grandes en la historia británica. Compañías como Great Western Railway y Midland Railway empezaron a forzar el tiempo de Greenwich en sus estaciones y trenes para planificar sus horarios de manera más eficiente.
Toda ciudad, pueblo y aldea en el país británico solía fijar sus relojes a partir de sus horas solares locales, lo que le daba a cada lugar un sentido tangible de identidad, tiempo y lugar. Si vivías en Newcastle, el mediodía significaba que el sol estaba en su punto más alto, sin importar cuál era la hora en Londres. Pero así como las vías férreas trajeron tiempos estandarizados, los tiempos locales y particulares fueron demonizados y dejados de lado. Para 1855, casi todos los relojes públicos se ajustaban al GMT, o «tiempo de Londres», y el país se volvió un huso horario.
La ciudad rebelde de Bristol fue una de las últimas en aceptar la estandarización del tiempo: el reloj principal en el edificio de «Corn Exchange» mantuvo una tercera aguja para marcar el «tiempo de Bristol» para la población local, quienes se rehusaban a ajustarse. La manecilla se mantiene allí hasta el día de hoy.
«El tiempo del ferrocarril» llegó también a América, dividiendo el país en cuatro zonas horarias y causando protestas en todo el territorio nacional. El «Boston Evening Transcript» demandó que «les dejen mantener su propio mediodía», y el «Cincinnati Commercial Gazette» escribió: «Dejen que la gente de Cincinnati se mantenga fiel a la verdad escrita en el sol, la luna y las estrellas».
La «International Meridian Conference» de 1884 es recordada como el momento en el que el reloj dominó el mundo entero. El globo terráqueo fue rebanado en veinticuatro zonas horarias diferentes, todas sincronizadas con el imperio más poderoso, el británico y su GMT. Nadie volvería a descifrar el tiempo a través de la naturaleza, sino que sería anunciado por una autoridad central. El escritor Clark Blaise escribió que una vez que esto fue implementado, «ya no importaba qué proclamaba el Sol. El tiempo natural había muerto».
En realidad, el proceso había empezado antes, a principios del siglo XIX, como resultado del colonialismo europeo, el imperialismo y la opresión. El colonialismo no solo fue la conquista de tierra, y por lo tanto de espacio, sino también la conquista de tiempo. Desde el sur de Asia hasta África y Oceanía, los imperialistas atacaron todas las formas alternativas de medir el tiempo. Vieron a las regiones que prescindían del reloj europeo y las campanas eclesiáticas como tierras sin tiempo.
La separación occidental del tiempo del reloj de los ritmos de la naturaleza ayudó a los imperialistas a establecer su superioridad por sobre otras culturas. Cuando los colonizadores británicos barrieron el sureste australiano en busca de oro, describieron las prácticas de medicion temporal de las sociedades indígenas como irregulares e impredescibles en contraste con la más lineal y racional del reloj. Esto a pesar del hecho de que las sociedades indígenas de la región tenían formas avanzadas de cronometría basadas en la Luna, las estrellas, la lluvia, el florecer de ciertos árboles y arbustos, y la subida de las mareas, las cuales utilizaban para determinar la disponibilidad de comida y recursos, la distancia y las fechas del calendario.
«Los europeos del siglo XIX generalmente utilizaban esa cercanía con la naturaleza para cuestionar la humanidad de quienes la practicaban», escribió Nanni. «Esto en parte estuvo determinado por el hecho de que los valores e ideales de la Ilustración habían asociado la idea de «lo humano» con la trascendencia del hombre y su dominio de la naturaleza; y su correspondiente antagónico, «lo salvaje», como un modo de vivir que existió más «cerca de la naturaleza».
En Melbourne, las iglesias y las estaciones de trenes aparecieron rápidamente sobre el horizonte, trayendo con ellas las manos, rostros, campanas y la cacofonía general del tiempo del reloj. Para 1861, se había instalado un «time ball» en el faro de Williamstown y Melbourne había oficializado su sincronización con el GMT. Los colonizadores británicos intentaron integrar a los nativos dentro de la fuerza laboral con resultados insatisfactorios debido a la reticencia de estos últimos por sacrificar su propia forma de medir el tiempo. No creían en el «esfuerzo sin sentido», ni en la «obediencia al reloj», escribió el sociólogo australiano Mike Donaldson. «Para ellos, el tiempo no era un tirano».
En algunas partes de Australia, la resistencia indígena contra el reloj occidental continuó desafiante. En el pequeño pueblo de Pukatja (entonces llamado Ernabella) un reloj gigante y rotatorio operado electrónicamente fue construido cerca del centro del pueblo para que los locales pudieran coordinar sus vidas alrededor de él. Una década más tarde, un obrero blanco en una reunión en el ayuntamiento señaló que el reloj se encontraba averiado desde hacía meses. Nadie lo había notado, porque nadie lo miraba.
El movimiento hacia un tiempo estandarizado llegó a su pico en la década de 1950, cuando los relojes atómicos fueron considerados mejores jueces para medir el tiempo que la Tierra misma. El segundo, como unidad de tiempo, fue redefinido no ya como una fracción de la órbita de la Tierra alrededor del Sol, sino como un número específico de oscilaciones de átomos de cesio dentro del reloj atómico.
«Cuando prestas atención a la precisión con la que se mide el tiempo, todo gravita en torno a aislar y separar esos relojes de cualquier cosa con la que puedan interactuar», me señaló Bastian en una videollamada desde su casa en Edimburgo. Un poster con las palabras «Un reloj que se duerme» colgaba detrás de ella en la pared. «Tienes que separarlos de la temperatura, las fluctuaciones, la humedad, incluso de los efectos de la gravedad cuántica. No pueden raccionar a nada».
Casi 400 relojes atómicos alrededor del mundo marcan el tiempo usando el segundo atómico como norma. Un promedio estimado de esas marcas se usa para crear el Tiempo Atómico Internacional, el cual conforma la base del Tiempo Universal Coordinado (UTC). El UTC no está completamente aislado. Cada algunos años, se le agrega un segundo para mantenerlo razonablemente cerca de las rotaciones de la Tierra. Pero en 2023, en la Conferencia Mundial de Radiocomunicaciones, naciones de todo el mundo discutirán si no es mejor para nuestros intereses eliminar ese segundo extra y liberarnos definitivamente del Sol y la Luna en favor de un tiempo manufacturado por nosotros.
«Es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo», escribió el crítico literario Fredric Jameson. Es muy difícil imaginar lo que hizo el capitalismo con nuestra percepción del tiempo a través de los relojes. Ahora pareciera que la visión del tiempo como una mercancía que no se agota ni se desgasta está impresa en nuestra psicología.
El capitalismo no creó la hora, ni la hora creó el capitalismo, pero la división religiosa y científica del tiempo en unidades idénticas estableció una infraestructura útil para el capitalismo, ya que le permitió coordinar la explotación y conversión de cuerpos, trabajo y bienes en valor. «La hora», argumentó la socióloga británica Barbara Adam, «conectó el tiempo con el dinero». «Es posible que el tiempo se vuelva mercancía, y pueda ser comprimido y controlado», escribió en su libro «Tiempo». «Estas prácticas económicas podrían entonces ser globalizadas e impuestas como normas en todo el mundo».
«El tiempo del reloj», Adam continúa, «es muchas veces aceptado no solo como la experiencia natural del tiempo, sino también como el compás ético de nuestra existencia». Incluso los procesos más naturales ahora deben ser expresados en horas para ser validados.
Las mujeres en particular acaban en el extremo opuesto de esta métrica arbitraria. El trabajo no remunerado como las tareas domésticas o el cuidado de niños, los cuales todavía recaen desproporcionadamente sobre las mujeres, parecen deslizarse fuera de las medidas del reloj, mientras que los embarazos permanecen en gran medida bajo el escrutinio de las mismas. Adam cita la experiencia de una mujer durante el parto: «La mujer está forzada a volver toda su atención a las contracciones, por la intensidad de las mismas, y pierde su contacto más íntimo y ordinario con la hora del reloj». Pero en el ambiente de un hospital, donde el proceso natural del parto ha sido evaluado y estandarizado bajo las unidades del reloj, una mujer está presionada a seguir lo que Alys Einion-Waller, una profesora de obstetricia en la Universidad de Swansea, ha llamado «el guion medicalizado del nacimiento».
La experiencia e intuición de la mujer durante el parto se devalúan en favor del cronometraje y las medidas relacionadas a la duración estimada del trabajo de parto, el espacio entre contracciones, el progreso de la dilatación cervical y otras observaciones. El uso de términos particulares como «falta de progreso» es común cuando una mujer no se ajusta a los tiempos esperados, y ese desvío del marco temporal del reloj puede usarse para justificar la intervención médica. Esta es una de las razones por las que el movimiento a favor de partos en los hogares ha crecido tanto en popularidad.
Asimismo, las familias primerizas aprenden rápidamente que el bebé se vuelve su reloj, y cualquier idea de tiempo estandarizado se torna ridícula. Pero con el tiempo, claro, el bebé ingresa a la rígida jerarquía temporal de la escuela, con horarios de clases y comidas no negociables, forzando que los ritmos biológicos se adhieran al tiempo socialmente aceptado de los relojes.
Como Birth me señaló: «El reloj nos ayuda con eventos cuyas duraciones son uniformes, pero arruina todo lo que no es uniforme, todo lo que varía… Cuando intentas programar un proceso natural, la naturaleza no coopera».
En 2002, los científicos observaban asombrados cómo la plataforma de hielo Larsen B, 55 veces más grande que Manhattan, se desprendía de la península Antártica luego de 10000 años de estabilidad para romperse en cientos de fragmentos del tamaño de rascacielos. Un glaciólogo que sobrevoló la escena contó a la Scientific American que podía ver ballenas nadando donde hacía solo unos días había una capa de hielo de cientos de metros de grosor.
En solo un día, las predicciones temporales sobre la pérdida de masa de hielo necesitaron ser reescritas para reconocer una aceleración del 300% en la velocidad de cambio. En 2017, se desprendió un trozo de la plataforma de hielo Larsen C, creando el iceberg más grande del mundo, tan grande que muchos mapas necesitaron ser redibujados. El Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático llama a eventos de esa magnitud, los que suceden mucho más seguido de lo que podrías pensar, «sorpresas».
La crisis climática es un reino donde el tiempo lineal del reloj falla con frecuencia. Encuadra la crisis como si fuera algo mensurable, cuantificable y predecible, algo que podemos prever de la misma manera que nuestras horas laborales, vacaciones y proyectos. Todo el tiempo estamos traduciendo las temperaturas en ascenso, la acidificación del océano, el derretimiento de las capas polares y los niveles de dióxido de carbono en la atmósfera en tiempo de reloj para marcar puntos de inflexión y límites que vencer, y para implementar guías y metas de desarrollo sostenible a las que aspirar. Cuando sucede una «sorpresa», los tiempos estimados se derrumban ante la realidad. La naturaleza no coopera.
Lo mismo sucede al intentar estimar el tiempo que tenemos para detener el calentamiento global. El periódico The Guardian, en julio de 2008, lanzó un blog llamado «100 meses para salvar el mundo» que analizaba investigaciones científicas y predicciones para posibilitar una estimación de tiempo que determine un punto de no retorno. Eso fue hace 154 meses. ¿Estamos 54 meses dentro del fin del mundo? Quizás. Pero uno no puede evitar preguntarse si el constante marco de la crisis climática en plazos de tiempo de reloj, los cuales se suceden sin comentarios, ha contribuido a la incapacidad e inercia de muchos de comprender la seriedad de lo que realmente está pasando.
«No podemos decir que el tiempo de reloj no es importante», me dijo Vilay Kolinjivadi, un investigador del Instituto de Desarrollo Político de la Universidad de Antwerp. «Hay ciertos momentos donde la métrica cobra mucho sentido, y deberíamos usarla. Por ejemplo, tú y yo decidimos hablar a las diez de la mañana. No hay manera de escapar de eso. Pero cuando pensamos el capitalismo, las crisis sociales y los problemas ecológicos, se vuelve más complejo». El tiempo del reloj, sigue, «siempre está orientado hacia la producción, el crecimiento y todo aquello que generó esta crisis ecológica en primer lugar».
Uno de los mitos más problemáticos sobre el tiempo de reloj es que todos lo experimentamos bajo un ritmo estable. Pero no es verdad. «El futuro ya está aquí», dijo el escritor de ciencia ficción William Gibson en 2003, «solo que no está distribuido equitativamente». Y enmarcar la crisis climática como un reloj en marcha con solo un cierto tiempo para «evitar el desastre» ignora a todos aquellos para quienes el desastre ya llegó. La realidad es que significa un privilegio vivir solo bajo el tiempo del reloj ignorando las temporalidades urgentes de la naturaleza.
Cada pocos años, el Medio Oeste de Estados Unidos es devastado por inundaciones cuando desborda el río Missouri durante periodos de lluvias intensas, afectando la vida de millones. Cuando llegaron las inundaciones en el verano de 1993, un periodista del New York Times entrevistó a un residente sobre la noche en que fue evacuado. «Él recordaba todo sobre la noche en que el río forzó a su familia a abandonar la casa donde habían vivido durante veintisiete años, salvo una cosa:
No puedo decir qué día fue, todo lo que puedo decirte es que el nivel del río estaba cerca de los ocho metros cuando huimos».
El artículo se tituló «Allí miden el tiempo por metro».
En 1992, el astrofísico vuelto escritor Alan Lightman publicó una novela llamada «Los sueños de Einstein» donde un ficticio y joven Albert Einstein sueña cómo diferentes formas de interpretar el tiempo podrían cambiar las vidas de los que lo rodean. En uno de esos sueños, Einstein encuentra un mundo donde el tiempo no es medido, no hay relojes, ni calendarios, ni citas programadas. Los eventos son motivados por otros eventos, no por el tiempo. Una casa comienza a construirse cuando la piedra y la madera llega al sitio de construcción. La cantera envía piedras cuando el picapedrero necesita dinero. Los trenes dejan la estación en Bahnhofplatz cuando los vagones tienen todos los asientos ocupados. En otro de sus sueños, el tiempo sí es medido, pero por los ritmos de la somnolencia y el sueño, la recurrencia del hambre, los ciclos menstruales de las mujeres, la duración de la soledad.
Recientemente ha habido intentos en el arte y la literatura por reimaginar el reloj y su rol en nuestras vidas. A finales del 2020, el artista David Horvitz exhibió una selección de relojes diseñados por él, donde incluyó uno sincronizado con los latidos del corazón. Otro artista, Scott Thrift, desarrolló un reloj que llamó «Hoy», el cual simplificaba el paso del tiempo en amanecer, mediodía, atardecer y medianoche en oposición a los segundos, minutos y horas. Se mueve a mitad de velocidad de un reloj convencional, completando una rotación en un día.
La misma Bastian propuso relojes que respondieran a las temporalidades de la crisis climática, como un reloj sincronizado con el peligro de extinción de poblaciones de tortugas marinas, un animal que ha vivido en el Pacífico por 150 millones de años y que ahora puede desaparecer debido a los cambios de temperatura en las aguas. Esta y otras propuestas comparten la misma idea: existen más maneras de organizar y sincronizar nuestras vidas con el mundo que nos rodea que el tiempo abstracto del reloj que tanto valoramos.
El tiempo del reloj quizás haya colonizado el planeta, pero no logró destruir por completo las tradiciones alternativas de medir el tiempo. Algunas religiones mantienen una conexión con el tiempo enraizada en la naturaleza, como salat en el Islam y zmanim en el judaísmo, donde los tiempos para rezar están definidos por fenónemos naturales como el amanecer, el atardecer y la posición de las estrellas. El tiempo de esos eventos puede ser convertido en tiempo de reloj, pero nunca estará determinado por los relojes.
En los lugares donde es impuesto el tiempo global estandarizado, algunos todavía se rebelan, como en China, donde el país entero permanece bajo un mismo huso horario, BST (Tiempo Estandar de Beijing). En Xinjiang, cerca de 3200 kilómetros al oeste de Beijing, donde el sol algunas veces cae a medianoche según el BST, muchas comunidades Uighur usan su propia forma de tiempo local solar.
Comunidades indígenas en todo del mundo todavía usan calendarios ecológicos, los cuales miden el tiempo de acuerdo con observaciones en los cambios estacionales. Las tribus nativas americanas alrededor del lago Oneida, por ejemplo, reconocen el florecimiento de cierta flor como el tiempo para empezar el arado de la tierra y colocar trampas para cazar los animales que emergen de la hibernación. Opuestos a la estandarización del reloj y el formato calendario, estos calendarios ecológicos, por su misma naturaleza, reflejan y responden a un clima en constante cambio.
En uno de los últimos sueños del libro de Lightman, Einstein imagina un mundo no muy diferente al nuestro, donde un «Gran Reloj» determina el tiempo para todos. Cada día, decenas de miles de personas forman fila fuera del «Templo del Tiempo» donde habita el «Gran Reloj», esperando su turno para entrar e inclinarse ante él en reverencia. «Esperan en silencio», escribió Lightman, «pero secretamente les invade la furia, porque deben ver cómo se mide aquello que no debería medirse. Deben observar el paso preciso de los minutos y las décadas. Fueron atrapados por su propia invención y audacia. Y ahora deben pagar con sus vidas».
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