por Monica Black

En la primavera de 1953, un ex-Nazi llamado Anton Melchers, quien había oficiado de editor para un periódico, de reportero de guerra y, según su hermano, como talentoso propagandista durante el Tercer Reich, fue admitido en la clínica psiquiátrica universitaria de Heidelberg. Su hermano, un antiguo oficial de alto rango dentro de la SS, lo internó porque Melchers había dejado de comer. En la clínica, Melchers dijo escuchar voces que lo acusaban de inmoralidad sexual y lo amenazaban con someterlo a escarnio público en las calles de la ciudad. Melchers también estaba preocupado, informó su hermano, porque pensaba que sería detenido y desaparecido como castigo por su pasado Nacionalsocialista.
Melchers estaba transitando los principios de sus cincuenta y no tenía historial de enfermedad mental. Había recibido una buena educación y obtuvo un doctorado. Pero luego de la guerra, perdió su trabajo como reportero durante la desnazificación, una serie de medidas impuestas por los Aliados para purgar el orden político establecido. Nunca logró reinventar su vida. Abrió un hostel en Heidelberg junto a su madre, el cual continuó manejando después de que esta muriera. Pero eso también fracasó. Luego de echar del establecimiento a una pareja por conductas inmorales, los inquilinos tomaron represalias y acusaron a Melchers de permitir ilegalmente visitantes nocturnos, una denuncia con matices de indecencia sexual.
La historia de Melchers es, quizás, una historia de enfermedad mental, pero también algo más, porque se desarrolló en el contexto de la caída del Tercer Reich. Ese evento desató tensiones profundas y persistentes en Alemania Occidental, y provocó temores de represalias en ambos lados de una sociedad repleta de desconfianza y hostilidad. Las denuncias eran un lugar común en la Alemania Nazi. Se alentaba a los ciudadanos a traicionar y entregar al Estado a aquellos que desafiaban los decretos del régimen (al violar, por ejemplo, la miríada de leyes raciales dirigidas principalmente hacia los judíos) o a aquellos sospechados de deslealtad (porque se rehusaban a devolver el saludo hitleriano o escuchaban señales de radio extranjeras).
Entonces llegaron los Aliados y descendió un nuevo manto de desconfianza y malestar. Las tropas aliadas no solo volaron monumentos Nazis y borraron esvásticas y slogans ofensivos de las fachadas de edificios; también llevaron a cabo cuestionarios y organizaron tribunales civiles para determinar el grado de participación individual en el régimen de Hitler, separando la población en diferentes categorías basadas en su complicidad relativa. Aquellos considerados como peligrosos muchas veces eran enviados a campos de internamiento. Aquellos cuyo grado de culpabilidad se determinó como menor eran reclutados para limpiar los escombros y sus raciones fueron reducidas de acuerdo con un cálculo que dependía de la categoría que les habían asignado. Y como le sucedió a Melchers, las personas podían ser destituidas, al menos temporalmente, de sus derechos civiles y sus empleos, ocasionando pérdidas considerables no solo en sus ingresos, sino también en sus posiciones y su prestigio social.
La desnazificación motivó menos introspección que resentimiento y ansiedad entre la población alemana. Las personas estaban preocupadas por la posibilidad de que sus afiliaciones y participación en crímenes de guerra y actos menos nefastos, como haber obtenido propiedades de manera ilegal durante los años Nazis, sean revelados. Tenían miedo de perder sus trabajos, de ser enjuiciados, de ser desenmascarados y quedar expuestos. Melchers casi inevitablemente asociaría las fuerzas que ocuparon la región, los Estados Unidos, con la humillación de Alemania y su pérdida de poder personal, y no es intrascendente que haya imaginado que la causa próxima de sus problemas fue que uno de sus inquilinos había recibido americanos de visita, visitantes que él se había ocupado de echar. Esos americanos, Melchers estaba seguro, habían facilitado su caída. Tampoco es intrascendente que las voces que Melchers escuchaba le advertían que sería avergonzado públicamente, exhibido en las calles por su indiscreción poco definida. Y, en una llamativa deflexión, se preocupaba porque pensaba que sería detenido y encarcelado, lo mismo que Nazis como él habían hecho con sus víctimas.
La intranquilidad durante los primeros años en Alemania Occidental era tan intensa y terrible que incluso luego de la recién formada República Federal pasó por ley en 1949 una amnistía general protegiendo a sus ciudadanos de enjuiciamiento por varios crímenes de la era Nazi. Incluso un semanario conservador y protestante llamado Christ und Welt llegó a hablar de una creciente guerra civil. Esa guerra civil se manifestaba, los editores del periódico explicaron, en la persistente posibilidad de que un conocido, ya sea un vecino, un colega o incluso un amigo, pudiera decidir informar a las autoridades lo que uno había hecho durante los días oscuros entre 1933 y 1945. Y el malestar perduró. Más de una década después de la guerra, en un magistral ensayo publicado en 1960 y titulado el país congelado, el académico estadounidense John McCormick se refirió a la distancia entre alemán y alemán en lo que simulaba ser una sociedad. Los alemanes son personas frenéticas, McCormick escribió. Pequeños incidentes eran convertidos en tragedias; prevalecía la hipocondría, y cualquier cosa podía llevar literalmente a cualquier cosa. Los alemanes son gente atormentada, perseguida por su pasado reciente, la culpa y el miedo a un futuro tanto inmediato como remoto.
La historia de Melchers nos deja entrever el atormentado mundo que McCormick describió, un mundo post-Hitler de distrés psicológico y espiritual. En general cuidadosamente escondido entre familiares o conocidos, este distrés podía explotar públicamente en formas inusuales e incomprensibles. Los doctores de Melchers, por ejemplo, tuvieron problemas diagnosticando su condición. Algunas de las voces que escuchaba lo acusaban de “prostitución”, aunque él insistía con que era célibe. Creía que estaba siendo vigilado. Sus nervios tensos lo volvieron hipersensible al sonido y la luz, y a veces debía tapar sus oídos con las manos para bloquear “alucinaciones acústicas”. Los doctores consideraron primero la posibilidad de que sea psicótico. Luego esquizofrénico. Entonces lo sometieron a terapia de electroshock, le recetaron insulina y decidieron que sufría de atrofia cerebral.
Y sin embargo: quizás el diagnóstico de Melchers se volvió difícil porque sus síntomas no solo eran internos para él, o sea, los signos de una enfermedad personal y mistificante. Eran síntomas, si uno quiere, de la historia, y de un malestar personal, pero también social. La historiadora de la medicina Anne Harrington describe instancias donde “los cuerpos se comportan mal”, cuando un padecimiento en lugar de originarse en la psicología individual, biológica o psicológica, lo hace a partir de experiencias sociales. Algunos colegas contemporáneos habrían estado de acuerdo. Aunque sus propias experiencias difirieron mucho de las de un Nazi como Melchers, el novelista Thomas Mann observó que muchos de sus compatriotas alemanes exiliados portaban señales físicas causadas por el aislamiento social. Parecían ser particularmente susceptibles a ataques cardíacos en la forma de trombosis coronarias y angina pectoris, Mann escribió. Considerando el dolor y el horror de sus experiencias, continuó, esto apenas se tuvo en cuenta. Mann también se refirió, no solo metafóricamente, uno sospecha, al asma cardíaco del exilio. Como Harrington y otros antropólogos propusieron, las experiencias de traición, aislamiento interpersonal y políticas del poder pueden ayudar a explicar ciertas manifestaciones de enfermedades o discapacidades repentinas.
De hecho, Melchers no era el único cuyas aflicciones no pudieron ser curadas o identificadas por doctores en la posguerra de la Alemania Nazi. El caso de Bruno Gröning, que ganó una masiva audiencia como curandero espiritual, reveló que un gran número de personas se encontraron asaltadas por distintas formas de parálisis, como también por sorderas y cegueras repentinas, después de 1945. Un refugiado de la antigua ciudad alemana de Danzig (hoy Gdansk), Gröning había sido soldado y afiliado del partido Nazi. Captó la atención nacional en 1949 cuando lo llamaron para ayudar a un niño que ya no tenía fuerzas para levantarse. Al poco tiempo de encontrarse con Gröning, el niño logró pararse por primera vez en semanas. Este evento generó una enorme respuesta, enviando decenas de miles de personas en peregrinación, primero al pueblo de Herford, donde vivían el niño y su padre, y luego a otras localidades de todo el país, donde Gröning se hacía presente frente a grandes multitudes. Pronto empezaron a llamarle “Doctor maravilla” (Wunderdoktor), o curandero milagroso. Tanta era su reputación que una mujer le escribió pidiéndole que levantara a su amiga de entre los muertos.
Gröning parece haber tenido un éxito particular tratando a personas aquejadas por parálisis repentinas (piernas, manos, pies) y otras condiciones que doctores fueron incapaces de remediar. Y sin embargo, una y otra vez, en encuentros multitudinarios con Gröning, individuos que habían perdido la habilidad de caminar descubrieron que ya no necesitaban las muletas o la silla de ruedas. Un veterano, un antiguo miembro del partido, un refugiado: él era como ellos, pero especial. Entendía sus situaciones. Aparecía ante ellos como una figura de confianza que no existía en la sociedad. Pero también diagnosticó esas dolencias como resultado de un vacío espiritual: un giro hacia el mal, lejos de Dios.
Gröning no estaba solo. Varios “doctores milagrosos” alcanzaron una resonancia popular significativa en la década de 1950. Y también había curanderos evangelistas apasionados como Hermann Zaiss, un fabricante de cuchillas devenido en predicador. Zaiss exhortaba a la multitud que se acercaba para escucharlo a arrepentirse de sus pecados, y relacionaba las enfermedades difundidas con malas conductas colectivas.
Las desgracias, las plagas, la pestilencia, enfermedades de todo tipo pueden caer sobre toda una nación según las santas escrituras, advertía Zaiss. Más mordazmente todavía, Zaiss profetizó que cualquiera hayan sido los actos de un individuo durante los años de Hitler, toda la nación debía hacerse cargo de lo que la comunidad como un todo merecía. Según Zaiss, la enfermedad no solo era una condición física en la Alemania post-Nazi, también era un estado metafísico y un signo espiritual: evidencia de una maldición, un desfavor cósmico, impuesta por perversiones cuya expiación fue negada.
Si formas de una enfermedad pueden crecer de una desconfianza generalizada, de un aislamiento social profundo y de un persistente sentimiento de fracaso y vergüenza, entonces la pregunta cuya respuesta más provecho nos daría no es ¿curó Bruno Gröning a toda esa gente?, sino ¿qué estaba curando? Muchos de los que fueron a verlo hablaron de la confianza que depositaron en él, confianza que no tenían, quizás, en sus propios doctores. Muchos médicos estuvieron involucrados directamente con las políticas eugenésicas del Tercer Reich y ayudaron a llevar a cabo cientos de miles de esterilizaciones y “muertes piadosas” ordenadas por el Estado. En marcado contraste con la forma instrumentalista y tecnocrática de la medicina practicada en la Alemania Nazi, los suplicantes de Bruno Gröning encontraron alivio para sus aflicciones solo con estar cerca de él.
Si nunca escuchaste esta parte de la historia de posguerra alemana, se debe en parte a que no existen archivos que den cuenta del malestar espiritual inducido por la derrota catastrófica o por el miedo a un pasado que regresa para atormentar; no, al menos, como existen registros para partidos políticos e instituciones del Estado. Historias como la de Melchers juntan polvo en carpetas dentro de cajas o en los estantes de un depósito, pero deben ser descubiertas, lo que muchas veces sucede por accidente, si es que sucede. Cuando son halladas, generalmente se encuentran junto a documentos que poco tienen que ver con la historia del Nazismo y los efectos sociales a largo plazo de su derrota. La historia de Melchers, por ejemplo, fue descubierta por la profesora universitaria y psicóloga Dra. Viola Balz cuando se encontraba investigando ensayos clínicos de la década de 1950 para el psicofármaco clorpromazina.
La desnazificación, las medidas llevadas a cabo por los Aliados para sacar a ex-nazis de posiciones de poder e influencia y para quitar ideas, símbolos, leyes y lenguaje nazi del debate público, es considerada en gran parte por los historiadores como un fracaso. Sin embargo, las cientos de miles de personas que gravitaron hacia figuras como Zaiss, Gröning y otros “doctores milagrosos” de la postguerra sugieren que puede haber tenido cierto éxito, aunque de una manera perversa. Tomando el caso de Melchers como ejemplo, podemos ver cómo el pasado volvió para atormentarlo a pesar de que él (y sus doctores) centraron su importancia y sus miedos proyectados de persecución en sus inquilinos. La desnazificación puede no haber alcanzado el éxito esperado en su esfuerzo por expulsar a ex-nazis de la vida pública, pero el miedo a que sus fantasmas los atraparan puede haber causado que algunos, como Melchers, perdieran no solo sus trabajos, sino también sus cabezas.
El artículo Melchers’ Ghosts fue originalmente publicado en inglés en la revista CABINET el nueve de septiembre de 2021.
Su autora, Monica Black, es una historiadora especializada en la Alemania y Europa Central del siglo veinte. Es autora de A Demon-Haunted Land: Witches, Wonder Doctors, and the Ghosts of the Past in Post-WWII Germany (Metropolitan Books, 2020) y Death in Berlin: From Weimar to Divided Germany (Cambridge University Press, 2010). Black enseña en la Universidad de Tennessee, Knoxville, y es jefa de redacción en la revista Central European History.
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