Imagina lo peor

original por Oded Na’aman


Este ensayo aparece en el nuevo libro del Boston Review “Incertidumbre”.

Estamos bien, por ahora. ¿Qué hacer ante la perspectiva de un futuro en ruinas? La pregunta parece situar nuestro final cada vez más cerca. Intente pensar en otras cosas. Observe el exterior. Escuche su respiración. Lea un libro. Trabaje. Vea la televisión Busque algo en internet. ¿Es mejor fingir que no sucede nada? No responda. Trabaje. Salga a correr. Tuitee algo. Publique algo. Espere las reacciones. Júntese con sus amigos. Prepare una bebida. Escuche su respiración. Trabaje. Mire el cielo. Estamos bien

¿Tenemos un problema? ¿Nos estamos preocupando demasiado? ¿Necesitamos tratamiento? ¿O es al revés? ¿Estamos en problemas porque no nos preocupamos lo suficiente? Si solo pudiéramos reunir el valor para enfrentar la amenaza, cualquiera sea la forma que adopte, entonces podríamos tener la oportunidad de prevenirla o evitarla. Estaríamos preparados. Pero no. No, incluso la idea de que podemos hacer algo es una ilusión. Un poco más, o menos, de tiempo no haría una diferencia en el gran esquema de las cosas. No hay nada que podamos hacer al respecto. No importa cuándo, el final llegará demasiado pronto. Pero, ¿qué pasa con el ahora? ¿Por qué no podemos al menos estar vivos ahora? Imaginamos cómo será el final. Cuando lo ignoramos, lo sentimos acechando, acosándonos. Tenemos un problema. Necesitamos ayuda. Nuestra mente no puede lidiar con esto por sí sola. Nuestra imaginación nos atormenta con visiones de la realidad.

Para los que habitamos en el mundo moderno, los psicólogos y psiquiatras son los médicos de la mente. Pero según Cicerón, deberíamos recurrir a la filosofía. A diferencia de la ciencia médica del cuerpo, dice Cicerón, la filosofía es autoadministrada: “la ayuda de la filosofía es algo que no necesitamos buscar en otros para obtener”. Pero, ¿en qué sentido somos nuestros propios sanadores si dependemos de los filósofos para que nos enseñen? Y, en primer lugar, ¿por qué deberíamos escuchar a los filósofos? ¿Realmente les va mejor que a nosotros? Séneca ofrece la siguiente confesión en sus Cartas a Lucilius:

«¿Cómo es que me estás aconsejando?», tú dices, “¿Ya te has aconsejado a ti mismo? ¿Te has arreglado?… No soy tan hipócrita como para ofrecer curas mientras yo mismo permanezco enfermo. No, estoy acostado en la misma sala, por así decirlo, conversando contigo sobre nuestra dolencia común y compartiendo remedios. Así que escúchame como si me hablara a mí mismo: te dejo entrar en mi habitación privada y me doy instrucciones mientras tú estás de pie a mi lado.

Los filósofos no tienen respuestas, la filosofía sí. Además, las respuestas de la filosofía son más que conclusiones respaldadas por argumentos, son movimientos y hábitos de pensamiento. La filosofía es una actividad, un ejercicio diario de la mente; una conversación con otros que también es una conversación con uno mismo. Entendida así, las tesis filosóficas son formas de discusión: son dichas o escritas por alguien para alguien (aunque a veces ambos son la misma persona). Su significado no puede entenderse correctamente cuando se abstrae de las circunstancias de su ocurrencia.

La ambivalencia está incorporada en este modelo de filosofía. Es un error tratar de separar lo abstracto de lo concreto, el contenido del estilo, la palabra del hecho. El pensamiento filosófico es un intento de rescatar a la mente de sus propias trampas; filosofar es buscar el camino cuando uno está perdido. Aquellos que hacen grandes afirmaciones filosóficas, universales y decisivas —sobre la razón, la racionalidad o la verdad— son a menudo aquellos cuyas vidas están en desorden. Esto no quiere decir que tales afirmaciones son insinceras ni pone en duda su veracidad. Más bien, el hecho de que las afirmaciones filosóficas universales sean siempre hechas por personas individuales con anhelos y temores particulares significa que tales afirmaciones expresan mucho más de lo que dejan entrever. Su significado se extiende más allá de su contenido explícito. Solo teniendo esto en cuenta, podemos recurrir a la filosofía en busca de ayuda.

Los antiguos creían que la filosofía podía enseñarnos cómo vivir frente a nuestra ruina inevitable. Pero eran de dos pareceres: algunos, como Epicuro, pensaban que debíamos apartar la mirada de futuros sufrimientos y desgracias, mientras que otros, como los estoicos, pensaban que debíamos fijar la mirada en los males que nos aguardan. Encontramos ambos enfoques en Séneca, quien a veces apela a uno, y a veces al otro. En la carta 24 le escribe a Lucilius:

Escribes porque te preocupan las consecuencias de una demanda que la ira de un enemigo ha traído contra ti. Supones que te exhortaré a que fijes tus pensamientos en lo mejor y alivies tu mente con expectativas reconfortantes. Después de todo, ¿qué necesidad hay de avanzar en los problemas por venir, arruinando el presente con miedo al futuro? Cuando lleguen los problemas, habrá tiempo suficiente para soportarlos. ¡Seguramente es una tontería ser miserable ahora solo porque serás miserable más adelante! Pero lo que haré es llevarte por un camino diferente hacia la tranquilidad. Si quieres deshacerte de las preocupaciones, entonces fija tu mente en lo que sea que temes que pueda suceder como algo que definitivamente sucederá. Cualquiera sea ese evento, mídelo mentalmente y así evalúa tu miedo. Pronto te darás cuenta de que lo que temes no es gran cosa o no durará mucho.

Séneca recomienda aquí uno de los métodos favorito de los estoicos. Cicerón lo llama praemeditatio futurorum malorum: «el ensayo previo de los males futuros». Cicerón atribuye el método a Anaxágoras, quien, al enterarse de la muerte de su hijo, se dice que dijo: «Sabía que mi hijo era mortal». El alumno de Anaxágoras, Eurípides, el gran trágico griego, pone en boca de Teseo el siguiente discurso : “Reflexioné en mi corazón las miserias / por venir /. . . de modo que si por casualidad / alguna de ellas ocurriera, yo no estaría / poco preparado, ni querdaría desgarrado de repente por el dolor». Al principio, este ejercicio peculiar, que se centra en una difícil situación futura, parece consentir nuestra ansiedad en lugar de calmarla. Por lo tanto, podríamos inclinarnos a estar de acuerdo con Epicuro, quien, según Cicerón, rechazó el método y en cambio recomendó distraer la mente del sufrimiento y redirigirla a los placeres. Cicerón, sin embargo, se pone del lado de los estoicos:

Nada hace tanto para suavizar el impacto de la angustia como esta práctica de pensar en todo momento que no hay ninguna desgracia que no pueda sucedernos… El resultado no es una tristeza permanente, sino que nunca estaremos tristes del todo. Una persona no se entristece al pensar en la naturaleza de las cosas, en los cambios de la vida y la debilidad de la humanidad; más bien, es en allí, sobre todo, donde se obtienen los beneficios de la sabiduría.

Se supone que el ensayo previo de males futuros nos ayudará de tres maneras interrelacionadas. Primero, al contemplar las desgracias futuras evitamos que nos sorprendan y esto, se cree, diluye su impacto. Séneca da voz a esta idea cuando escribe: “Cuando uno no está preparado para un desastre, este tiene un efecto mayor: la conmoción intensifica el golpe. Ningún mortal puede dejar de sufrir más profundamente cuando el asombro se suma a la pérdida «. Así, a través de la premeditación nos desengañamos de la ilusión de seguridad y de un falso sentido de inmunidad. La pérdida siempre está cerca y, a menudo, es aleatoria, repentina y rápida.

El segundo beneficio de reflexionar sobre los males futuros es que normaliza la pérdida y el sufrimiento como algo necesario y humano. Cicerón escribe que «uno comprende que los problemas son parte de la vida humana, y que soportarlos, como debemos, también es humano». El sufrimiento no nos distingue; al contrario, a través del sufrimiento experimentamos nuestra humanidad. Séneca agrega que dado que el sufrimiento nos compete a todos, no tenemos motivos para quejarnos, y escribe “debemos pagar sin quejarnos los impuestos de nuestra moral”. Reconocer que el sufrimiento es inevitable y omnipresente tiene el propósito de ayudarnos a aceptarlo. Eurípides, citado por Cicerón, escribe: “Ningún mortal vive al margen del dolor y la enfermedad. Muchos tienen que enterrar a sus hijos y dar a luz a nuevos; la muerte es el destino de todos. / Y los seres humanos sienten ansiedad por esto, en vano: / la tierra debe volver a la tierra y la vida de todos / ser segada, como el trigo. La necesidad insiste».

Pero, ¿cómo es que la necesidad del sufrimiento proporciona algún consuelo? Cicerón también considera este punto: ¿no es “el hecho de que estemos sujetos a una necesidad tan cruel en sí mismo una razón para llorar?» Él responde que tal pensamiento es una forma de vanidad. No somos dioses; al aceptar el sufrimiento, aceptamos nuestra humanidad. En lugar de aferrarnos a la falsa esperanza de que seremos perdonados y lamentar nuestro destino cuando llegue inevitablemente el momento de sufrir, debemos inspirarnos en otros que han soportado la pérdida y el sufrimiento con gracia. Mientras que la indignación exacerba nuestro sufrimiento, la aceptación lo disminuye. Séneca recomienda el siguiente diálogo interno entre uno mismo y su dolor: «Tú eres sólo dolor, a quien ese artrítico desprecia, a quien el dispéptico soporta en comidas elegantes, a quien la más pequeña mujer soporta en el parto».

El beneficio final de contemplar las desgracias futuras es que uno se da cuenta de que estos eventos no son malos. Todo lo que la Fortuna nos pueda quitar, dice Séneca, no puede contribuir a la felicidad: “la vida feliz consiste únicamente en perfeccionar nuestra racionalidad; porque la racionalidad perfecta es lo único que mantiene en alto el espíritu y se opone a la fortuna». La razón es invulnerable a las contingencias y contratiempos. Así, al identificarnos con la razón, nos inmunizamos contra la pérdida. Solo ensayando los males futuros podemos lograr una identificación virtuosa con la razón y llegar a ver los males como insignificantes. De hecho, dice Cicerón, aprendemos de este método de razonamiento lo que aprendemos de la experiencia del dolor a medida que disminuye con el tiempo: “con el tiempo el dolor disminuye gradualmente… porque la experiencia nos enseña la lección que la razón debería habernos enseñado, que lo que parecía tan grave no es en realidad tan importante”.

El ensayo previo de los males futuros es, por tanto, un ejercicio para aflojar nuestros apegos e identificaciones, y deshacer nuestro amor por personas y lugares particulares. Pierre Hadot describe las prácticas estoicas como “un movimiento de conversión hacia uno mismo” que es también un movimiento hacia “una nueva forma de estar-en-el-mundo, la cual consiste en tomar conciencia de uno mismo como parte de la naturaleza y de la razón universal».

¿Deberíamos aceptar esta aspiración de repudiar nuestro apego a cualquier cosa que podamos perder? Es difícil, por ejemplo, aceptar la afirmación de Cicerón de que no vale la pena lamentar la pérdida de nuestros seres queridos. Pero es aquí donde debemos recordar la ambivalencia del pensamiento filosófico de los antiguos. No debemos separar la afirmación de Cicerón sobre la insignificancia de la pérdida de las circunstancias en las que fue concebida y escrita. Se encontraba en las garras del dolor cuando escribió Tusculanae Disputationes, la obra en la que aparecen estas afirmaciones. Su única hija, Tulia, a quien adoraba, murió poco después de dar a luz a su primer nieto.

En sus cartas personales de esa época, Cicerón relata la violenta angustia que se apoderó de él: el deseo de estar solo, las largas caminatas por el bosque y los ataques incontrolables de llanto. “Leer y escribir no me reconforta, pero me distrae”, escribe. De hecho, se aferró a su dolor: “Trato por todas las formas posibles de reparar mi semblante, aunque no mi corazón. A veces pienso que me equivoco al hacerlo, otras veces que me equivocaré al no hacerlo «. Se embarcó en un frenesí de escritura. Entre las diversas obras que escribió en los meses posteriores a la muerte de su hija figuran Consolación, “la cual compuse en medio de la tristeza y el dolor, no siendo yo una persona sabia. Apliqué un remedio a la congestión de la mente mientras aún estaba fresca. Hice que la fuerza de la naturaleza lo resolviera, de modo que mi gran dolor diera paso a la grandeza de la medicina «.

Como Séneca, Cicerón filosofaba para curarse a sí mismo. Lo que inicialmente parece una desestimación despiadada por parte de Cicerón del significado de la pérdida es, de hecho, el llanto de un padre afligido y una mente angustiada que intenta desesperadamente encontrar su rumbo. Cuando la filosofía es a la vez una investigación razonada de las verdades eternas y una práctica de autoayuda, una teoría y una conversación, incluso la declaración filosófica más decisiva está impregnada de ambivalencia.

Al ensayar los males del futuro, Cicerón también estaba ensayando los del pasado, pero la pregunta que plantea no es ni sobre el futuro ni sobre el pasado. Más bien, pregunta: ¿Qué, si es que existe algo capaz, debería arruinarnos? ¿Existen razones para un dolor abyecto y eterno? No se trata de cómo evitar el dolor de la pérdida, sino de si tenemos alguna razón para sentirlo. La respuesta a esta pregunta determina, al mismo tiempo, nuestra relación con los males pasados y futuros. Es comprensible que queramos justificar nuestra búsqueda de alivio, especialmente cuando la pérdida nos arroja su sombra. Pero, ¿realmente nos falta razón para estar angustiados por la pérdida? Una respuesta afirmativa sería reconfortante para nosotros solo si fuera cierta. De hecho, los estoicos creían que una respuesta afirmativa es verdadera —no tenemos motivos para el dolor— y que debemos usar nuestra imaginación para ver esta verdad.

Creo que la respuesta estoica está errada. Hay algunas cosas a las que cualquier persona decente y amorosa debe responder con angustia y horror. Pero la idea estoica de que solo llegamos a conocer las cosas por lo que realmente son a través de la imaginación me parece profunda y desconcertante. ¿No nos extravía la imaginación? ¿No es la imaginación la razón por la que proyectamos sobre la realidad nuestros propios miedos y deseos, y por ello fallamos en verla? La imaginación ciertamente puede engañarnos, los estoicos dirían, pero solo cuando nos dejamos llevar por ella. Cuando se ejecuta correctamente, el ensayo previo de los males futuros somete la imaginación al dictamen de la razón y la autoridad de la voluntad racional. De este modo, expone como «indiferente», es decir, como ni bueno ni malo, lo que inicialmente parecía malo. Cuando se ejerce virtuosamente, nuestra imaginación ayuda a dominar los demonios de la mente y a negar la fuerza que a menudo ejerce sobre nosotros la realidad externa. Los estoicos también advierten que la imaginación se debe practicar y desarrollar. Debemos trabajar para expandirla e imaginar con sinceridad, sin distorsionar el objeto imaginado según nuestros deseos o miedos. No podemos evitar el temor a males futuros dejando de imaginarlos por completo, pero tampoco debemos dejar que nuestra imaginación dé vida a nuestras ansiedades.

Los estoicos eran optimistas no solo porque pensaban que una persona virtuosa no puede sufrir el mal y la pérdida, sino también porque pensaban que nuestra imaginación no tiene límites. Si trabajamos en ella, creían, podemos imaginar lo peor que puede sucedernos: si consideramos con sinceridad todos los males posibles, nada puede sorprendernos, merecer nuestra indignación o herirnos. Estaremos bien.

No se trata solo de la muerte. No solo estamos aterrorizados por nuestra futura muerte; estamos aterrorizados por la pérdida de lo que amamos. Nos aterroriza vivir en un mundo vacío, un mundo que ha sido destrozado. Hay desastres que no deseamos sobrevivir; cambios que no queremos soportar. Se supone que algunas cosas deberían destruirnos, pero es posible que no lo hagan. La perspectiva de sobrevivir a tales pérdidas es una fuente de terror. Al imaginar males futuros, contemplamos nuestra separación actual de lo que amamos. Nuestro terror es una forma de rebelión: en nombre del amor, nos negamos a imaginar.

En Year of Magical Thinking, Joan Didion escribe sobre la muerte de su esposo, John, y su negativa a imaginar su vida sin él. Aunque reconoce en algún punto que él se ha ido, se niega a creerlo. Al negar la realidad, recurre a lo que ella llama «pensamiento mágico»: de alguna manera, John volverá a casa y volverá a vestir sus trajes, necesitará sus zapatos de nuevo y volverá a sentarse en su silla. No puede imaginarse la muerte de John. Por supuesto, Didion sabe que John está muerto, pero no lo cree de la forma en que uno cree que algo es real. Puede parecer extraño, pero reconocer algo como real requiere imaginarlo como tal. El mero hecho de la realidad no es suficiente.

Entonces, ¿hacia dónde nos lleva la imaginación estoica? A pesar de toda su preocupación por la realidad y la verdad, el estoicismo se presta a la evasión. Cuando Cicerón niega el significado de la pérdida y la pertinencia del dolor, niega la realidad. Al igual que Didion, ejerce un pensamiento mágico, negándose a imaginar lo peor, que su única hija, cuya existencia le dio sentido a su vida, se ha ido. Preferiría imaginar que ella nunca fue tan importante para él como sugiere su dolor: «lo que parecía tan grave no es en realidad tan importante». Cicerón no niega la realidad al negar el hecho de la muerte de su hija; niega la realidad al negar su muerte como una pérdida. Así, en sus proclamas estoicas, Cicerón revela las deficiencias de la imaginación. Le resulta más fácil imaginar que nadie podría ser tan importante como para merecer la angustia del dolor que imaginar que Tulia, lo más importante de su vida, se ha ido para siempre. Cuando se mira lo suficiente, el estoicismo comienza a parecerse al nihilismo.

Pero no debemos juzgar a Cicerón con demasiada dureza. Parece que necesitamos de alguna forma de pensamiento mágico cuando muere un ser querido. Es una obligación de amor y devoción resistir la idea de que la vida continuará sin alguien a quien amamos profundamente. Aunque queremos que nuestros seres queridos sigan viviendo después de que nos vayamos, nos molestaría la idea de que puedan continuar con sus vidas sin perder el ritmo. No queremos perdernos sin luchar. Sin embargo, el mismo amor y la misma devoción también requieren el reconocimiento de la pérdida y su importancia. “Sabía que mi hijo era mortal”, dijo Anaxágoras, el héroe de los estoicos. Quizás esto signifique que para apreciar a aquellos que amamos, también debemos apreciar la maravilla, la brevedad y la finitud de su existencia. La certeza de la pérdida futura está en el corazón del amor, le da vida y hace que cuenten incluso los momentos más aburridos. El amor emite mandamientos contradictorios: aguanta; déjalo ir. Como en el pensamiento filosófico, también en el espacio entre nosotros y los más cercanos encontramos una ambivalencia imborrable.

Que varias cosas sean simultáneamente imaginables e inimaginables es esencial para el amor, nuestro sentido del yo y nuestro sentido de lo real. Cuando fantaseamos con una vida diferente, con un esposo o esposa diferente, padres o hijos diferentes, en una parte diferente del mundo, con un idioma y un clima diferentes, normalmente no podemos imaginar nuestra fantasía como una realidad. Es decir, nos entregamos a la fantasía como tal; la disfrutamos desde la distancia.

Tomemos el cine como ejemplo: encontramos alivio de nuestra vida y del momento presente entregándonos al drama, la tragedia, el suspenso o el horror que se proyecta en la pantalla. Podemos hacer esto porque en la oscuridad del cine nos sentimos a salvo de la fantasía en la que estamos inmersos. Una película puede ser una representación perfecta de la realidad, pero si somos conscientes de nuestra posición en relación con lo que muestra, es imposible confundirla con la realidad (el asesino en serie anda suelto, pero nunca seremos sus víctimas potenciales; el Titanic se hunde, pero no nos ahogaremos). Esto es cierto para la ficción y el arte en general: una sensación de seguridad, de distancia, es la condición para las fantasías más fascinantes.

Sin embargo, si imaginamos la vida de fantasía como una posibilidad real, como algo que podríamos elegir dada la oportunidad o algo que podríamos soportar, entonces la vida real a menudo se vuelve más difícil de sostener. Es un fenómeno con el que muchos de nosotros estamos familiarizados: cuanto más cercana nos parece la fantasía, menos podemos aceptar la realidad. En el extremo, nos distanciamos de nuestros seres queridos y de nosotros mismos. Cuando la vida real se vuelve inimaginable como realidad, la presenciamos como si estuviéramos fuera de ella, desde un cine en otro mundo. Desde esta posición externa, los pensamientos sin sentido se vuelven significativos: ¿Es esto lo que soy? ¿Es así como vivo?

A veces, una persona puede experimentar algo tan diferente a su sentido de la realidad que queda atrapada en otro mundo. En «La gran guerra y la memoria moderna», Paul Fussell explica la tendencia de los soldados a experimentar la guerra como «irreal». Escribe, “es imposible que un participante crea que forma parte de un proceso tan asesino. Todo es demasiado burdo, perverso, cruel y absurdo para ser considerado una forma de ‘vida real’ ”. Tener un sentido real de la experiencia de la guerra es tener un sentido de la experiencia de la guerra como irreal. Fussell cita un ejemplo de «How Young They Died» de Stuart Cloete, una novela sobre la Primera Guerra Mundial, en la que Jim Hilton, herido, se abre paso hacia la retaguardia:

Lo curioso es que él que no estaba allí; estaba en otro lugar. En un lugar alto… mirando hacia abajo a esta figura solitaria abriéndose camino entre los proyectiles. Pensó: ese es el joven capitán Jim Hilton, esa pequeña figura. Me pregunto si lo logrará… Era un observador, no un participante. Siempre fue así en la guerra, aunque antes no se había dado cuenta. Nunca fuiste tú. Tu «yo» se encontraba en algún otro lugar.

La experiencia de la guerra no termina con la guerra. Uno queda atrapado en la experiencia precisamente porque no se reconoce en ella. La irrealidad de la guerra se extiende a otras áreas de la vida, hasta que todo queda teñido por eventos con los que uno no puede identificarse, pero que no puede evitar recordar. Uno permanece para siempre en el exilio, «en otro lugar», nunca en uno mismo.

Pero incluso aquellos de nosotros lo suficientemente afortunados como para encontrar la realidad imaginable todavía necesitamos imaginar otros mundos para preservar nuestro sentido de lo real. Nuestras fantasías, aunque expresan deseos y frustraciones reales, a menudo buscan cosas que realmente no deseamos. O que realmente queremos, incluso desesperadamente, pero no queremos que sean reales.

Esta distancia de la fantasía también nos permite contemplar nuestros miedos. En un ensayo sobre la tragedia y su importancia para el pensamiento moral, Bernard Williams escribe que hay males que solo pueden reconocerse en la ficción: “Cuando… [Nietzsche] dijo que tenemos el arte para no morir de la verdad, no quiso decir que usamos el arte para escapar de la verdad: quiso decir que tenemos arte tanto para captar la verdad como para no perecer de ella «. Las verdades que no podemos soportar en la realidad, a veces podemos confrontarlas en la ficción. En el arte ensayamos males que no podemos —y tal vez no deberíamos— imaginar como reales. La ambivalencia de la imaginación, como la ambivalencia del pensamiento filosófico, hace posible la veracidad incluso cuando la verdad apenas puede ser comprendida.

Somos atormentados por nuestra imaginación de males pasados y futuros. Así que tratamos de evitarlos distrayéndonos o convenciéndonos de que son más pequeños de lo que son, de que no tienen por qué preocuparnos. Estas maniobras solo sirven hasta cierto punto. A menos que caigamos en la locura y evitemos la realidad por completo, debemos sentir la presencia de las cosas que nuestros amores y apegos nos prohíben imaginar. Los males pasados y futuros nos atormentan porque son a la vez reales (porque el mundo es como es y los seres humanos son como son) e imposibles (porque podemos perderlo todo, o porque todo ya se ha perdido y todavía estamos aquí).

Sin embargo, debemos reconocer la realidad de los males porque negarlos podría llevarnos, como a Cicerón, a negar el valor de las personas y las cosas que no podemos imaginar perder. Negar que la muerte de Tullia es una pérdida es negar que la vida de Tullia fue preciosa; es negar a Tulia y a quienes la amaban. Para Cicerón, también es abnegación. Como el ratón en la «Pequeña fábula» de Kafka, cambiamos de dirección para escapar de la trampa, pero corremos directo a la boca del gato. La evasión nos consume.

El Rey Lear de Shakespeare es una exploración de este predicamento y sus horribles implicaciones. Al igual que Cicerón, el rey Lear rechaza a su hija, Cordelia, la única persona que ama, mientras aún está viva. Stanley Cavell, en su ensayo «La evitación del amor: una lectura del Rey Lear», escribe que la principal motivación de Lear es evitar ser reconocido. Para evitar su amor por Cordelia, Lear la humilla; para evitar la vergüenza de su traición, Lear se evita a sí mismo y al mundo. Lear, al caer en la locura, pregunta: «¿Quién puede decirme quién soy?» El Loco responde: «La sombra de Lear».

Cavell escribe sobre este intercambio:

Supongamos que el Loco ha respondido con precisión a la pregunta de Lear, lo cual es característico de él. Entonces su respuesta significa: La sombra de Lear puede decirte quién eres. Si se escucha esto, significará que la respuesta a la pregunta de Lear se encuentra en el ineludible Lear que ahora es oscuro y difícil de entender, y en el ineludible Lear que se proyecta sobre el mundo, y que Lear es doble y tiene un doble… [la obra] se burla de los personajes por su falta de integridad, su separación de ellos mismos, ya sea por pérdida, negación u oposición.

En la ficción, en el arte, encontramos un espacio entre lo real y lo imposible donde podemos ensayar los males, un espacio donde podemos reconocernos en nuestros dobles y ser reconocidos por los demás. Resulta que la ambivalencia es un camino hacia un lugar donde la mente puede vagar libre, a salvo de la realidad, observándose a sí misma y al mundo que ocupa mediante el estudio de otras mentes y mundos. «Somos dobles en nosotros mismos», escribió Montaigne, «creemos en lo que no creemos y no podemos deshacernos de lo que condenamos». No estamos bien. Y sin embargo aquí estamos.


Este artículo se publicó en su idioma original en el Boston Review.


Oded Na’aman pertenece a la Martin Buber Society. Es profesor adjunto en la cátedra de filosofía de la Universidad de Jerusalem. Es miembro de la organización israelí de veteranos Breaking the Silence, que recolecta testimonios de soldados israelíes en territorios palestinos ocupados. Sus ensayos y trabajos de ficción aparecieron en:

HaaretzAlaxonMa’ayan, the Guardian, the NationLe MondeHuffington PostForeign Affairs y The point.

Su ensayo «The Possibility of Self Sacrifice» logró una mención en The Best American Essays.

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