original (p. 2-10) por Adineh Khojastehpour
El artista plástico, como el poeta épico, se siente atraído por la pura contemplación de las imágenes. El músico dionisíaco es, sin la imagen, solo dolor primordial y su eco primordial.
Nietzsche, El nacimiento de la Tragedia
Se dice que la tragedia griega es un torrente de poesía, música y baile. Sin embargo, como muchos han intentado demostrar, la tragedia griega no solo es poética por sus técnicas métricas. Hay otros aspectos que enriquecen su espíritu poético. Algunos académicos piensan que la familiaridad del espectador griego con la base mítica de la tragedia es aquello que la pudo haber hecho funcionar como poesía. Así como el lector de un poema intenta «ver» la formación de una estructura en la mente del poeta, el espectador griego sabía que lo que estaba presenciando era una recreación estilizada de una historia antigua destilada a través de la mente del poeta. El análisis más famoso de la poesía en la tragedia griega pertenece a Nietzsche. Su obra El Nacimiento de la Tragedia celebra el surgimiento de la tragedia griega a partir del espíritu de la música:
…el espíritu de la música, habiendo llegado a su máxima expresión en la tragedia, puede investir a los mitos de un significado nuevo y más profundo.
En cuanto a la armonía de las fuerzas de Apolo y Dionisio como aquello que anima la tragedia griega y le otorga su espíritu único, Nietzsche vio en ella la belleza del placer, el dolor y el conocimiento. Para el filósofo, la tragedia griega es la poesía de la dicha que surge del dolor.
Nietzsche relaciona el poeta épico con el artista plástico. Ambos se deleitan en la contemplación de las imágenes. Viven en las imágenes, y solo en ellas, con jubilosa satisfacción. Nunca se cansan de contemplar con amor incluso el rasgo más minúsculo de las imágenes. Para un poeta épico como Homero, Nietzsche observa, incluso la imagen del Aquiles colérico es solo una imagen cuya expresión disfruta con el mismo placer que un soñador disfruta de la ilusión. Nietzsche también compara el poeta con el músico dionisíaco, o el genio de la música, cuyos poemas líricos, en su máxima expresión, son las tragedias y los ditirambos dramáticos. Dicha obsesión por la contemplación de las imágenes en la poesía épica también es discutida por críticos como Huxley:
Para escribir una tragedia, el artista debe aislar un solo elemento fuera de la totalidad de la experiencia humana y usarlo exclusivamente como su material. La tragedia es algo que se encuentra separado de la Verdad, destilada de la misma, por así decirlo, como la esencia destilada de una flor viva.
Debe destacarse que la Verdad de la que habla Huxley es apenas una verosimilitud aceptable. Él sostiene que cuando las experiencias recogidas en un trozo de literatura se corresponden un poco con nuestra experiencia real, entonces podemos decir que sin lugar a dudas: dicha pieza de escritura es verdad. Esto es lo que encuentra en la épica, pero no en la tragedia. Y por ello Huxley piensa que la literatura ‘Realmente Verdadera’ no puede conmovernos tan rápida e intensamente como la tragedia.
Sin embargo, la tragedia griega, según Barrett, hace uso de los poemas homéricos y contiene muchas reminiscencias de los mismos. Hoy, ya casi no existen diferencias entre épica y tragedia cuando hablamos de interpretación y representación, ya que ambos géneros se siguen leyendo, y ambos pueden ser adaptados para la pantalla o el escenario. En dicho contexto, Angelopoulos utilizó las peculiaridades de los dos géneros en La Mirada de Ulises.
La película sigue a un cineasta griego (llamado simplemente «A») que ha vivido en América por 35 años, quien regresa a su ciudad natal en el norte de Grecia para buscar tres bobinas perdidas filmadas por los hermanos Manakis, los directores que introdujeron el cine en los Balcanes a comienzos del siglo veinte. «A» se embarca en una Odisea que lo lleva, consecuentemente, a través de los países devastados por la Guerra de los Balcanes, hasta el mismo corazón de la batalla en Sarajevo y hasta una videoteca destruida, donde finalmente encuentra las bobinas, pero donde también pierde algunos de los amigos que hizo en el camino.
En un análisis de la película, Rutherford habla del agua como el polo afectivo de la misma. El agua domina la estructura de la película: congelada en el hielo, impulsada por la lluvia y la nieve, suspendida en la niebla, arremolinada en las corrientes de los ríos y estancada en el laboratorio de fotografía. También considera una economía de los fluidos como aquello que define el estilo de dirección de Angelopoulos: momento congelado, cámara móvil y fluida. Su análisis lleva nuestra atención a un contraste interesante que parece dominar toda la estructura de la película. Lo que ella ve como la oposición entre fluidez y congelamiento puede entenderse también como el contraste entre estabilidad y movilidad, o entre deambular y quedarse quieto, o quizás entre hogar y exilio. Un símbolo clave para esos contrastes es el río. Yugoslavia está llena de ríos, dice el periodista que lleva a «A» hasta Sarajevo. «A» viaja a través de los Balcanes principalmente usando y cruzando sus ríos. Y la icónica estatua fragmentada de Lenin es transportada por un río mítico: el Danubio, o, como es referido en el poema de Hölderin, El Ister. El poema y el símbolo serán discutidos más adelante. Pero aquí es importante resaltar cómo Angelopoulos usa este símbolo para enfatizar la oscilación entre el hogar y el exilio; un sentimiento de no estar ni aquí ni allá, conocido como liminalidad.
Para Angelopoulos, toda película es un viaje, todo es viaje, búsqueda (Angelopoulos en una conversación con Bachmann). El director griego se considera un hombre que siempre, sin detenerse, está en una búsqueda constante (Bachmann). Su obsesión con los sentimientos mencionados en el párrafo anterior se manifiesta en su énfasis en las fronteras. Para él, las fronteras no son simples «límites geográficos»: son divisiones, entre aquí y allí, entre entonces y ahora (Bachmann). A través de las técnicas específicas de Angelopoulos para volver el tiempo maleable, La Mirada de Ulises transgrede los comienzos y finales típicos, haciendo ver como si empezara y terminara simultáneamente. Este punto se enfatiza en las palabras de «A» durante una de las primeras escenas de la película, donde dice: En mi final está mi comienzo, frase que se volvió una muletilla para Angelopoulos, parafraseando a T. S. Eliot. En otra escena, durante una de las primeras secuencias, «A» repite líneas de la película anterior de Angelopoulos, El Paso Suspendido de la Cigüeña: Hemos cruzado la frontera, pero seguimos aquí. ¿Cuántas fronteras debemos cruzar antes de llegar a casa? La película es, por un lado, el viaje personal de «A», ya que él mismo insiste en conectarlo solo a razones personales, pero en otro nivel, toda la película es un viaje al pasado. La historia de los Manakis se desteje junto a la de «A»; su viaje está mezclado con el de ellos y el de ellos con el suyo. Los hermanos Manakis, como afirma el director, no estaban interesados en la política, ignoraban los conflictos nacionales e internacionales para concentrarse en grabar a personas ordinarias. Pero fue inevitable que se vieran envueltos y asediados por la política, ya que en medio de la grabación de su documental se encontraron obstaculizados por la guerra. Lo mismo le sucede a «A». Él insiste en tener razones personales para su viaje, pero en su búsqueda queda a la deriva en zonas de guerra, y debe subir al mismo barco que carga, a través del Danubio, la ahora fragmentada pero todavía masiva y sublime estatua de Lenin.
Motivos como el viaje y la búsqueda siempre han sido asociados con el género de la épica. La tragedia generalmente ha sido relacionada con la ciudad, con la polis. La ciudad-estado definió la «identidad» del individuo trágico. Fischer-Lichte argumenta que los poetas trágicos «cultivaron y articularon el concepto de una identidad particular» a través de la metáfora de «la polis». Wallace también explica que la ciudad proveía los lazos sociales que formaban la identidad individual. Incluso va más allá y afirma que ser exiliado en la antigua Grecia era volverse nadie. Nada. Sin embargo, dichas críticas también observan que quizás esto puede no haber sido del todo verdad. Las tragedias que sobrevivieron representan un producto maduro y bien desarrollado, característico del estado de Atenas (Fischer-Lichte). Generalmente, la tragedia griega se asocia con un periodo de transición entre el dominio de una teocracia arcaica y la aparición de un orden nuevo y moderno (Girard). Sin embargo, al mirar más de cerca a esas tragedias sobrevivientes encontramos que pueden haber cuestionado el orden de la ciudad, del cual uno podía ser exiliado (Wallace). Esto se siente en Sófocles más que en cualquier otro poeta, quien, en Filoctetes, presenta la ciudad como una fuente de decepciones y traición. Incluso personajes tan sofocleanos como Edipo y Creonte, quienes son castigados con el exilio, eligen ellos mismos ese castigo. Quieren que el castigo sea equiparable con su propio sentido de transgresión y alienación (Wallace). Esta «alienación» o no sentirse en casa en la sociedad fue elogiada por críticos románticos como Schelling como centrales para la tragedia, la cual involucra un conflicto real entre libertad en el sujeto y necesidad objetiva.
Angelopoulos busca crear esa impresión en sus películas. Los sentimientos de distancia, desconexión y alienación son evidentes incluso en su forma de filmar. Si, según la mayoría de los críticos, las tomas largas en el tiempo son la característica dominante del cine de Angelopoulos, lo que hace que su cámara logre mirar el mundo histórico es su uso de tomas largas en el espacio. A través de estas tomas, el espectador permanece como observador distante (como por encima) de la historia. Desde este punto de vista, las personas y los eventos se ven pequeños, triviales, o, en palabras de los hermanos Manakis, como títeres. Para ilustrar esto, considera la secuencia neblinosa en Sarajevo al final de la película. Consiste de una serie de tomas largas, donde vemos a «A» e Ivo Levi caminando en la niebla, alegres por el éxito que consiguieron en el laboratorio. El tema musical inquietante de Eleni Karaindrou los acompaña con un tono suave y sedativo. También vemos otras personas paseando en la niebla. La cámara se mueve con ellos, como si el espectador paseara en el mismo lugar, entre la gente. El movimiento continúa hasta que llegamos a una estructura que se asemeja a una muralla, sobre la cual hay una banda musical. La cámara entonces abandona a «A» y Levi para subir la muralla y enfocarse en la banda. El tema que escuchamos ahora parece nuevo, pero de hecho es otra variación del tema principal, o El Tema de Ulises, el mismo que escuchamos al principio de la película, con la partida del barco azul y críptico que presencia la muerte de Yannakis (y el viaje de «A» empieza).
Otra variante de este tema se escucha en la secuencia del Danubio, donde un barco carga los fragmentos de la estatua de Lenin. Esta secuencia también es una toma larga. La gente en ambas orillas del río sigue el barco, corriendo y persignándose. El tema, donde dominan las cuerdas, se mezcla suavemente con, y se vuelve, una parte viva de lo que vemos: el fragmento de la estatua, el río que fluye, el barco que zarpa, la gente que corre siguiendo al barco (quienes, con sus gestos extraños y casi distantes se asemejan a los miembros del coro en las tragedias griegas). Vemos todo esto desde arriba, en una gran toma. Al llegar a Belgrado, con la cámara girando, podemos ver la mirada profunda de piedra de Lenin y sus dedos señalando algún punto incierto en el cielo; esto puede marcar, quizás, el cambio de la historia como movimiento lineal y progresivo hacia la noción posmoderna y schilleriana de la historia como una entidad «sublime». Volviendo a la secuencia final, pareciera que todo lo que podemos experimentar es un sentimiento extraño y oscuro. Los músicos durante esta secuencia, parados sobre una plataforma rodeada de edificios en ruinas, están casi escondidos en la niebla. Todo lo que conseguimos de la mise-en scène en la secuencia anterior es un sentimiento de distancia. Este puede ser un ejemplo de la «selección» a la que Huxley refiere como elemento central que separa la tragedia de otros géneros enteramente-verídicos como la épica; y aquí es donde La Mirada de Ulises muestra la esencia trágica del viaje.
Angelopoulos no suele usar flashbacks, en su lugar fusiona el pasado con el presente como si uno formara parte del otro. Por ejemplo, la primera secuencia, donde el asistente de Yannakis Manakis le cuenta a «A» sobre el deseo de Yannakis de fotografiar el barco azul mientras zarpa, es una toma larga, sin cortes, sin fundirse, sin efectos de transición, que nos lanza (como a «A») al tiempo narrado por el asistente. Durante esta escena, «A» ingresa caminando en el tiempo narrado, el cual, siendo una extraña fusión, no está claro si es pasado o presente, ya que, curiosamente, el espacio permanece el mismo. Es la misma bahía, y el mismo extraño barco azul que zarpa, mientras «A» camina junto a la cámara de derecha a izquierda. La única diferencia es que cuando «A» ha completado su movimiento hacia la izquierda, Yannakis, su cámara y el asistente ya no están allí. ¿A qué punto en el tiempo, pasado o presente, pueden el barco y la bahía pertenecer? ¿Pueden ser siquiera ubicados en el tiempo? La lectura de Deleuze de Cinema 2 de Bergson nos puede ser de ayuda aquí. En dicho libro, Deleuze argumenta que Lo que es actual siempre es un presente. Pero el presente cambia o pasa, y se vuelve pasado cuando ya no es, cuando un nuevo presente lo reemplaza. De esta manera, el tiempo se tiene que dividir en dos en cada momento como presente y pasado, o se tiene que dividir el presente en dos direcciones, una de las cuales es lanzada hacia el futuro, mientras la otra cae en el pasado.
Inspirados por la noción de Deleuze del tiempo dividido y las dos direcciones del presente, no podemos ubicar el barco en un presente o pasado histórico real. La técnica del flashback no satisface a Angelopoulos, ya que usualmente refiere a la subjetividad de un personaje que experimenta una recolección (Makriyannakis). Angelopoulos, sin embargo, no quiere mostrar recolecciones del pasado, quiere que el pasado viva en el presente. El barco mencionado arriba no puede quedar anclado a un punto específico en el tiempo porque está en constante movimiento (Makriyannakis). Si este es el caso, ¿qué sucede con el barco que lleva la estatua fragmentada de Lenin? ¿No está también en constante movimiento? ¿No es simultáneamente el ataúd de la «mimesis» de la Iluminación y la cuna de lo «sublime» de la pos-iluminación? Quizás encontramos una pista de esto en la gente/coro que corre por la orilla del río, algunos tristes, otros eufóricos.
En el prólogo, «vemos» a las tejedoras de la misma manera que los hermanos Manakis las vieron a través del lente de la cámara. Y en la escena de Belgrado, la cámara mira la estatua, la cual a su vez mira con extrañeza y señala algún punto incierto lejos de la pantalla (en su pedestal, Lenin apunta y mira un punto predefinido). Entonces, ¿De quién es la «Mirada de Ulises»? ¿Quién es Odiseo? ¿»A»? ¿La estatua de Lenin? ¿Los hermanos Manakis? ¿O la misma cámara? Angelopoulos vuelve este acertijo más complejo con la pregunta de «A» en el prólogo: ¿Es esta la primera mirada? ¿No somos, entonces, forzados a ser Edipos, los Reyes de la vida contemporánea, como «A» que retorna a casa para intentar resolver los acertijos?
La pregunta ¿Es esta la primera mirada? nos hace querer ver a «A» y su viaje bajo una nueva luz. ¿Por qué conocemos al director solo como «A»? Su búsqueda de las tres bobinas no es de una naturaleza práctica. Su insistencia por lanzarse en este viaje extraño, que incluso lo lleva al centro de la guerra, nos hace reconsiderar la búsqueda en un contexto religioso. Esta mirada lleva la película cerca de la naturaleza de la tragedia griega y sus conexiones con los cultos religiosos (Girard) o, como lo señala Kitto, con el deber religioso. El motivo principal de «A» para encontrar las tres bobinas es que pertenecen a una era de inocencia, cuando el cine era asociado con nuevas esperanzas y significaba otro comienzo. Quiere buscar la esencia de la infancia; el origen, como lo expresa Heidegger.
Puede que lo que «A» busque en esas tres bobinas es su propia infancia. Persigue un periodo de inocencia; busca una tierra como la del Edén, donde una vez vivió y de la cual se alejó demasiado pronto. Así, podemos ver a «A» como un Adán que ha vuelto a emerger de su caída y lo ha hecho en una experiencia extraña, a una suerte de «paraíso perdido», esperando encontrar sus primeros años de inocencia y también el origen, la fuente. ¿Pero es posible encontrar lo que busca?
La imagen de Adán nos lleva incluso más lejos. Entre otras cosas (incluido el nombre «Angelopoulos»), la letra «A» nos recuerda a América, un lugar distante donde «A» ha vivido por 35 años. De esta manera, la figura de «A» puede ser definida en su conexión con otro mito: aquel del Adán Americano. El mito americano ve la vida e historia como solo un comienzo. Este Adán fue el héroe de la nueva aventura; fue un individuo emancipado de la historia. Un aspecto importante de este nuevo héroe americano es su inocencia. Como el primer hombre, la posición moral de Adán era anterior a su experiencia, y en su calidad de nuevo era fundamentalmente inocente. «A» ha vuelto a su hogar, luego de una larga estadía en América, para buscar su inocencia. ¿No podemos verlo como el colapso de un nuevo mito? ¿Dónde se encuentra esa inocencia?
Como ya dijimos, la escena final necesita ser discutida un poco más. La secuencia es especialmente importante ya que es la coincidencia del movimiento y la quietud de «A», y es en esta secuencia que «A» puede ser visto como una suerte de héroe trágico. Se mencionó que luego de encontrar las tres bobinas en el archivo de Ivo Levi, «A» y Levi, así como la hija de Levi y otras personas, caminan felices en una escena dominada por la niebla. Es importante resaltar dónde son llevados por este paseo. Caminan hasta llegar al río. Otros continúan más adelante mientras la cámara se centra en «A», quien permanece solo, mirando a los demás, y luego escuchamos las voces fuera de pantalla hablando con los soldados. Los duros disparos que siguen y el rostro de «A» nos dicen que sus amigos fueron asesinados. La cámara y «A» se apuran hacia los cuerpos.
El descubrimiento de «A» coincide con, o de hecho es, la muerte. Incluso el viaje de «A”, empezando por la visión del extraño barco azul (a la vista del cual yace el cuerpo muerto de Yannakis), y su búsqueda entre los «archivos», acompañado por los símbolos pedregosos de ídolos muertos, pueden ser vistos como un viaje hacia la muerte misma. En la última escena, «A» mira las películas en la pantalla. Lo que mira es de hecho nada más que oscuridad. Mira de una manera que lo hace pasar por ciego; un Edipo cuyo descubrimiento lo lleva a la ceguera. Esto quizás se asemeja a la lectura de Hegel de la catarsis de Platón, donde considera que el personaje trágico inspira miedo en nosotros: el miedo al poder de un orden que él ha violado.
Angelopoulos, con sus películas, se embarca en una búsqueda, una búsqueda que es a la vez homérica y sofocleana, una búsqueda en la que el origen y el final convergen en un flujo, una búsqueda de una vaga noción de hogar, en la que uno siempre se pregunta ¿cuántas fronteras debemos cruzar para llegar a casa? Su cine tiene raíces en Grecia, un país que una vez fue la cuna de la civilización, pero que ahora ha obligado a cientos de sus ciudadanos a emigrar o, más bien, al exilio. El propio Angelopoulos duda de que la Grecia de hoy pueda ser su hogar:
De alguna manera me siento como un extraño en Grecia. Vivo aquí en una situación que es como si mi casa no estuviera aquí, como si esta no fuera mi casa.
Angelopoulos en conversación con Bachmann
Adineh Khojastehpour es investigadora en la Universidad de South Wales, Australia. El artículo original apareció en la revista Literature/Film Quarterly (Vol. 38, Número 1/2010) publicada por Salisbury University.
Obras citadas en el artículo original:
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- Deleuze, Gilles. Cinema 2: The Time Image. Trans. Hugh Tomlinson and Robert Galeta. London: Athlone, 1989.
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