
Decidí empezar esta traducción por mi admiración hacia el trabajo de Brit Marling, quien escribió el artículo original para el New York Times. Sus primeras películas revitalizaron mi amor por el cine independiente, y su serie de televisión, The OA, propuso historias arriesgadas de innegable calidad narrativa, las cuales invitan al espectador a explorar y transgredir los mismos límites del hecho artístico.
No quiero ser la protagonista fuerte
En la cultura pop, es común ver cómo se nos cosifica a las mujeres y luego se nos desecha. Pero incluso cuando no somos las víctimas, las alternativas que nos proponen dejan mucho qué desear.
Me mudé a Los Ángeles cuando tenía 24 años para convertirme en actriz. Estas son las descripciones de los personajes que me ofrecían interpretar: flaca, atractiva, la esposa de Dave; la chica robot, un logro de la ingeniería moderna; sus pechos son grandes y viste un pulóver ajustado.
Rellené mi corpiño para el último personaje, pero no conseguí el papel.
Luego de un tiempo fue difícil para mí determinar cuál era mi mayor fuente de depresión: que no pudiera obtener el papel para una película de terror donde tenía tres líneas y moría en la página cuatro, o que me presentaba en las entrevistas para intentar conseguir esos papeles en primer lugar. Después de docenas de audiciones y ningún papel, mi mamá me sugirió que me realice un implante mamario. Desde su perspectiva, yo había rechazado un buen trabajo en Goldman Sachs y escogido una profesión de auto-cosificación. Ella solo quería ayudarme a venderme mejor.
Pero no me atraía la actuación porque quería ser deseada. Me atraía porque sentía que a través de ella podía volver a ser la persona completa que recordaba haber sido durante mi niñez; una que podía imaginar con libertad, y escuchar y sentir plenamente el mundo.
Continué yendo a audiciones y continué fallando en conseguir roles. Mi depresión se profundizó. Mi autoestima se desplomó. Mi novio se emborrachaba y perforaba la pared a base de puñetazos que pasaban a centímetros de mi cabeza. Yo le dejaba. Escupía en mi rostro. Yo le dejaba. Se deshacía en llanto en mis brazos. Yo le dejaba. Entonces pude filtrar a través de las cenizas de su ira, y la ira de su padre, el perdón que él tanto necesitaba descubrir para poder seguir adelante. Estaba audicionando para La esposa de Dave. Yo era la chica robot, un logro de la ingeniería moderna.
Luego de escapar todo el día de hombres que me perseguían con motosierras en salas de audición, y de escapar toda la noche del hombre con quien compartía mi cama, decidí que había acabado con los castings. Sentí que debía escribir mi salida de esos roles o tampoco podría escaparles en el mundo real. No podía convertirme en lo que no veía en la pantalla.
Así que me dirigí a una biblioteca en el centro de Los Ángeles y empecé a leer libros y ver películas sobre cómo escribir dramas para el cine. Me aferré a Jodie Foster en El silencio de los inocentes de Jonathan Demme, a Holly Hunter en El piano, de Jane Campion**.
Pero separando un par de excepciones, pronto me encontré abrumada por la cantidad de narrativas dramáticas que terminaban por asesinar a sus personajes femeninos.
En Los sobornados, le lanzan café hirviendo en el rostro y luego le disparan en la espalda. En Chinatown, la bala pasa a través de su cerebro y sale por su ojo. Y en caso de que esto parezca algo del pasado, consideren una de las películas más recientes, Blade Runner 2049, donde el holograma de una femme fatale es borrado y las otras mujeres son apuñaladas, ahogadas y destripadas como pescados.
Incluso la animada Antígona, la valiente Juana de Arco y las rebeldes y libres Thelma y Louise encontraron un final trágico justamente por ser alegres, valientes y libres. Pueden desafiar a reyes, rechazar la belleza y defenderse contra la violencia, pero es difícil para una escritora imaginar un mundo donde esas mujeres libres pueden existir sin consecuencias o castigos brutales.
Vivimos en un mundo que es el reflejo fiel de esas historias que nos hemos estado contando. Cerca de cuatro mujeres por día son asesinadas en Estados Unidos por sus parejas o ex-parejas. Una de cada cuatro mujeres ha sido abusada en América.
Yo formo parte de ese veinticinco por ciento. Nuestras narrativas nos dicen que las mujeres son objetos, y los objetos son desechables. Así que siempre somos reducidas a objetos y luego desechadas.
Hay siglos de prueba y error dentro del viaje del héroe, donde un joven es llamado a la aventura, sortea obstáculos, enfrenta una dura batalla y sale victorioso, cambia y se vuelve un héroe. Y aunque existen patrones narrativos para las aventuras de las jóvenes —Alicia en el país de las maravillas, El mago de Oz—, estos son pocos y aislados, y para las mujeres adultas existen todavía menos.
Incluso cuando me encontré escribiendo historias sobre mujeres que se rebelan contra el patriarcado, sentí que lo que terminaba describiendo eran los confines del mismo. Mientras más encadenada me sentía en el mundo real, más gravitaba hacia la ciencia ficción, la ficción especulativa y la fantasía.
Eventualmente fui coguionista, productora y protagonista de dos películas de bajo presupuesto, Otro planeta y El sonido de mi voz. Ambas historias dejaban atrás la realidad lo suficiente para darme la libertad mental necesaria como para imaginar personajes femeninos que se comportaran de manera diferente a lo acostumbrado en la pantalla.
Salí del Festival de Cine de Sundance con ofertas para actuar en proyectos que jamás me hubiera imaginado leyendo una semana antes. La mayoría de esos roles todavía eran novia, amante, madre. Pero entre ellos había un personaje nuevo, uno que sobrevivía a la historia.
Entra en escena la protagonista fuerte
Ella es una asesina, una espía, un soldado, una superheroína, una CEO. Puede curar una herida usando una toallita higiénica mientras huye de sus enemigos. Tiene los recursos de McGyver…
pero se ve mejor en musculosa.
Interpretar el papel de la protagonista fuerte cambió mi persona y cómo percibía mis propios límites. Entrenar para ser mi propia doble de acrobacias me hizo sentir formidable y respetada en el set. Realizar escenas donde yo era la jefa de una empresa y debía despedir hombres se sintió como empoderamiento. Y siempre se sentirá mejor sostener el arma en la escena que rogar por tu vida del otro lado del cañón.
Sería difícil negar que siempre se puede extraer algo positivo de las narrativas que dan propósito y voz a mujeres en un mundo donde generalmente carecen de ambos. Pero mientras más actuaba el papel de protagonista fuerte, más me percataba de la limitada especificidad en las fortalezas del personaje: destreza física, ambición lineal, racionalidad centrada. Modalidades masculinas del poder.
Pensé en todas las películas que vi y en todas las historias que leí enterrada entre las pilas de libros en la biblioteca de Los Ángeles. Empecé a ver algo más profundo y malicioso detrás de todas esas imágenes de mujeres muertas, de mujeres asesinadas.
Cuando matamos mujeres en nuestras historias, no solo estamos destruyendo cuerpos femeninos, sino que también destruimos lo femenino como fuerza, sin importar dónde esta resida: en mujeres, en hombres, en el mundo natural. Porque lo que en verdad decimos cuando decimos que queremos protagonistas femeninas fuertes es: dame un hombre en el cuerpo de una mujer que queremos ver desnuda.
Es difícil imaginar la femineidad misma —empatía, vulnerabilidad, capacidad de escucha— como fuerte. Cuando miro el mundo, noto que nuestras historias nos ayudaron a imaginarlo y luego erigirlo, y esas son las cualidades que fueron dejadas de lado en favor de una masculinidad en exceso.
También interpreté una protagonista fuerte en la vida real, como analista de un banco de inversiones antes de llegar a Hollywood. Vestí trajes, tomé whisky solo y hablé sobre las mujeres y los hombres con los que me acostaba como si fueran mercancías en un mercado abierto. Enterré viva mi inteligencia femenina para poder sobrevivir. Destaqué en mi tarea lineal de hacer dinero a partir de mucho dinero más allá de las consecuencias para otros y para el medioambiente.
La única vicepresidenta en mi piso, y mi mentora en ese momento, me dio este consejo antes de partir hacia un fondo de inversión como socia: una vez a la semana, abre la puerta de tu oficina, cuando finalmente te den una, y luego haz una llamada telefónica y empieza a gritar una larga lista de improperios con tu voz más amenazante.
Luego agregó que no hacía falta que haya alguien del otro lado de la línea.
No creo que lo femenino sea sublime y lo masculino sea horrible. Creo que ambos son valiosos, esenciales, poderosos. Pero hemos demonizado a uno, venerado al otro, y caído en representaciones exageradas de ambos que solo han causado daño. ¿Cómo recuperamos el equilibrio? ¿Cómo evolucionamos más allá de las limitaciones que formas binarias como femenino/masculino nos presentan en primer lugar?
En 2014 volví a la biblioteca y encontré una edición de La parábola del sembrador de Octavia Butler, una novela de ciencia ficción escrita en 1993, donde la autora imagina cómo colapsa la sociedad en el 2020 a causa del cambio climático y la creciente desigualdad económica. La heroína de Butler, una chica de diecisiete años llamada Lauren, tiene una condición llamada hiperempatía, ella siente, literalmente, el dolor de los demás. Este don, y maldición, femenino la prepara para sobrevivir un violento ataque contra su comunidad en Los Ángeles y para animar a un grupo de sobrevivientes a empezar de nuevo utilizando las semillas que ella recupera del jardín de su familia.
Butler se apareció ante mí como un faro de entendimiento, parpadeando desde una isla lejana en el mar. No tenía idea de cómo llegar hasta allí, pero supe que había encontrado algo que podía salvar vidas. Había encontrado una forma de resistencia.
Butler y otras escritoras, como Ursula Le Guin, Toni Morrison y Margaret Atwood, no usaron la ficción especulativa para colonizar otros planetas, esclavizar nuevas formas de vida o extraer recursos alienígenas para enriquecerse a punta de pistolas sostenidas por robots. Usaron los principios del género para visibilizar injusticias del presente e imaginar nuestra posible evolución.
Con esas ideas en mente, Zal Batmanglij y yo escribimos y creamos The OA, una serie para Netflix que relata la historia de Prairie, una niña ciega que es secuestrada para regresar misteriosamente siete años más tarde al pueblo donde creció, con su vista recuperada. Ella le cuenta sus aventuras a un grupo de adolescentes de su vecindario, hablándoles sobre su tiempo en cautiverio y los viajes inter-dimensionales que le permitieron escapar. Resulta que los adolescentes necesitaban escuchar su historia tanto como Prairie necesitaba contarla, porque cada uno de ellos debía liberarse de su propia prisión: crecer en medio de las obligaciones tóxicas de la masculinidad americana.
Entendí, con el tiempo, la profundidad del impacto que tiene la construcción de narrativas. Las historias inspiran nuestras acciones. Encuadran para nosotros las existencias que son y no son posibles, delimitan las vías por las que podemos y no podemos viajar. Escogen por quién podemos sentir empatía y por quién no, y qué deseamos proteger.
No quiero ser la chica muerta, o la esposa de Dave. Pero tampoco quiero ser la protagonista fuerte si mi poder está definido por la violencia y la dominación, la conquista y la colonización.
A veces tengo la sensación de saber cómo podría ser esa protagonista. Una mujer realmente libre. Pero cuando intento integrarla en el viaje del héroe, se aleja de la imagen como un espejismo. Me dice: Brit, El viaje del héroe representa siglos de narrativas escritas por hombres para mitificar hombres. Su patrón es incitar incidentes, aumentar la tensión, un clímax explosivo y un desenlace. ¿A qué te recuerda eso?
Y yo respondo, el orgasmo masculino.
Y ella dice: Correcto. Me encanta el arco narrativo del placer masculino, pero cómo puedes gestarme si debo satisfacer solo las coreografías del deseo masculino.
Y luego solo silencio.
Pero incluso en ese silencio, sueño con las respuestas. Imagino nuevas estructuras y mitologías nacidas de la coreografía de cuerpos femeninos, cuerpos sin género, cuerpos de color, cuerpos discapacitados. Me imagino excavando en mis deseos, mis necesidades, los cuales enterré profundo para satisfacer los deseos y las necesidades de los hombres que me rodean, y ahora no estoy segura de cómo mi propio deseo puede impulsar a la protagonista de una historia.
No son soluciones, pero son lugares donde cavar.
Buscando, enseñando y celebrando lo femenino a través de historias es, dentro de nuestra emergencia climática, una cuestión de supervivencia. El momento en que empezamos a imaginar un nuevo mundo y lo compartimos con los demás a través de historias es el momento en que ese mundo puede volverse realidad.
Brit Marling es la co-creadora y protagonista de The OA.
Deja una respuesta